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Catalunya Religió

(Montse Punsoda –CR) El estallido de la guerra en Ucrania ha desplegado un manto de solidaridad y acogida en torno a occidente. De un día para otro, muchos hogares familiares han abierto sus puertas a los refugiados ucranianos que, poco a poco, van llegando buscando paz y seguridad. En esta línea, la propia Unió de Religiosos de Catalunya hizo un llamamiento a las familias religiosas para “ayudar y dar respuesta desde sus posibilidades de acogida”.

Sin embargo, hay que remarcar que la predisposición a cobijar al recién llegado, o a alguien que lo necesita, ya hace tiempo que está arraigada en el ADN de muchas comunidades religiosas. Porque ahora la puerta se abre a una familia de Ucrania que huye de la guerra, pero hace unos años, la comunidad teresiana del Raval la abría a Ester, recién llegada de Bolivia. Hace unos meses, las vedruna de Barcelona, ​​a Loubna, de Marruecos. Y desde el mes de enero, las de la Compañía de María del barrio de San Roque de Badalona acogen a Safira, de Pakistán.

Diferentes situaciones, pero con un mismo propósito: tender la mano a aquel que lo necesita, como el buen samaritano. Ahora bien, ¿cómo se hace esta acogida? Si invitar a un amigo a casa a veces puede resultar complicado, para una comunidad religiosa acoger a alguien ajeno no será siempre una decisión sencilla.

Una decisión tomada en comunidad

La teresiana Victoria Molins explica que hace años su comunidad decidió alojar a jóvenes que habían emigrado de Sudamérica. “Una vez aquí, se encontraban desamparadas. Fue antes de la cerrada en las iglesias, muchas mujeres estaban en situaciones denigrantes. Llegaban sin trabajo, con angustia, durmiendo en habitaciones realquiladas, ¡algunas incluso en un balcón!”, recuerda la teresiana.

Molins relata cómo se reunieron las cuatro hermanas de la comunidad y lo decidieron a partir de un “proceso sano y de discernimiento, con pros y contras”. De entrada, con una reflexión personal; seguidamente, lo compartieron en oración con Dios; y por último, lo pusieron en común. La teresiana explica que una de sus hermanas no se veía viviendo con una acogida; pero, por el contrario, no quería ser un “obstáculo”.

Por último, con la provincial de la congregación decidieron que ella iría a otra comunidad, para así poder acoger a las mujeres que lo necesitaban. “Fue muy loable que ella viera cómo Dios lo quería y nos lo compartiera”, destaca Molins. Gracias a esta decisión, pudieron dar asilo a Ester, la primera en llegar, después a Patricia, de Ecuador, o a Guada, también de Bolivia. Durante una larga temporada, las teresianas llegaron a hospedar a seis mujeres.

En este sentido, la actual coordinadora del ámbito social provincial en Europa de las Teresianas, Catalina González, asegura que “cada uno desempeña su papel en la acogida, incluso, aquellos que no participan, pero contribuyen a que sea posible”. En el caso de su comunidad, inicialmente ubicada en El Prat de Llobregat. Planteó en la Generalitat un proyecto de acogida para jóvenes que salían de centros de menores. Este proyecto, sin embargo, debía realizarse en Zona Franca.

“Después de comentarlo con la comunidad teresiana, que residía allí, y con el gobierno provincial, intercambiaron la ubicación de las comunidades”. Así, Cata González y las demás hermanas de la comunidad, se trasladaron de Zona Franca a un piso para alojar hasta a cuatro chicas en situación de exclusión. Así lo hicieron durante unos años, hasta que quisieron acoger también a chicos. Actualmente, siguen trabajando con chicos y chicas, pero en pisos aparte, tutelados por la comunidad.

Dinámica en red y roles de acogida

Cata González afirma que el rol de cada uno y “hacer red” “es clave en el momento de llevar a cabo una acogida”. Tanto con los que de forma indirecta lo permiten, como con aquellos que participan activamente. En su caso, asegura que desde un primer momento se ha trabajado conjuntamente con la Generalitat de Cataluña y el Consorcio de Servicios Sociales de Barcelona, ​​que las ponen en contacto con los jóvenes que salen de los centros tutelados y no tienen dónde ir. “Cada uno aporta lo que domina desde su ámbito –explica González–. Nosotros estamos en el terreno y damos propuestas de solución y la administración nos facilita herramientas que nosotros también podemos utilizar. Por eso, es necesario aprovechar las vías y caminos, y dialogar para construir una sociedad más digna”, añade.

Una muestra de cooperación la vemos, también, estos días con la red creada por Sor Lucía Caram del convento Santa Clara de Manresa, Òscar Camps de Open Arms y el padre Àngel de Mensajeros de la Paz, que hace unas semanas llevaron un avión con 220 refugiados de Ucrania. En coordinación con la parroquia Santa Ana de Barcelona, ​​hacen de mediadores para contactar a familias catalanas, dispuestas a acogerlos. Hace una semana llegaba también un autocar con 202 refugiados y, de hecho, ahora mismo, ya hay una familia en Santa Anna y una hospedada en el mismo convento de Santa Clara, a la espera de reencontrarse con sus familiares en Girona.

Por otra parte, cooperante y con una metodología marcada, destaca la Red de Hospitalidad, creada por los jesuitas en 2017, desde Fundación Migra Studium. Esta iniciativa busca casas u hogares para ofrecer acogida a personas migradas o solicitantes de asilo. La comunidad Vedruna de la calle Mallorca, en Barcelona, ​​hace dos años que se sumó. Gracias a esta colaboración, las religiosas han dado asilo a Loubna, a Beatriz Angélica y actualmente a Samantha, quienes han podido contar con un techo mientras estabilizan su vida. También se apuntó como casa de acogida la Compañía de María de Badalona, ​​que está cerca del Colegio Lestonnac Badalona. Sin embargo, después de cuatro años, Safira, la primera que han acogido, ha llegado contactada a través del proyecto de formación Laila de la Fundación Ateneu Sant Roc para mujeres inmigrantes, con el que colaboran las religiosas de Lestonnac.

“Fue cuando menos lo esperábamos, pero cuando el contexto lo requería”, asegura María Luz López, religiosa de la Compañía de María que vive en la comunidad de Badalona, Según cuenta, Safira, alumna del proyecto Laila, empezó a faltar a las clases. “Nos enteramos que Safira y su marido habían acabado viviendo en la calle por problemas de salud y de trabajo, derivados de la pandemia –explica la religiosa–. Por eso, las cuatro religiosas de la comunidad le propusimos entrar en casa”.

Desde su entrada, el 10 de enero, las religiosas continúan con su labor y paralelamente coordinan con la Fundación Ateneu Sant Roc un trabajo la orientación con ella. “Ellos nos facilitan el contacto con el Ayuntamiento de Badalona”, explica María Luz. “Además, desde Red de Hospitalidad nos echan una mano con su experiencia. Hay que hacer red de solidaridad y apoyo mutuo de acompañamiento, y nosotras estamos muy empeñadas en hacerlo posible”, añade.

Estabilidad y convivencia

El contexto de la acogida varía en los distintos casos. Unos debido a la repercusión de la pandemia, otros, debido a las duras condiciones de la ola migratoria, y otros, debido a la compleja situación de jóvenes sin un núcleo familiar estable... Al final, tanto teresianas, como Vedruna o Lestonnac, movidas por el carisma y por la convicción cristiana, han abierto sus puertas para echar una mano. Porque tal y como afirma M. Luz es necesario “dar acogida e integración a los colectivos vulnerables para que no caigan en situaciones de pobreza o injusticia social”.

En el caso de las jóvenes, “es necesario alejarlos de los ambientes tóxicos, para dar un entorno afectivo y construir nuevos puentes de integración”, explica Cata González. Estos puentes llegan, poco a poco, cocinándose desde el primer día que entran en el hogar: “Se trata, básicamente, de abrir las puertas y vivir, con un compromiso recíproco de ambas partes”. Con esta entrada se entrecruzan los hábitos de la comunidad y los del recién llegado o la recién llegada con un recorrido a menudo muy distinto.

Victoria Molins recuerda especialmente los contrastes con la forma de hacer o de comer, en la que era necesario un “estira y arruga”. Pero destaca cómo, en cierto modo, la experiencia del noviciado las preparó. “Hay aspectos complicados en el convivir, pero por encima de esto hay amor y comprensión y, por nosotros, después de convivir con varias religiosas en el noviciado nos ayudó”, detalla. “Nos enriqueció mucho, ellas recibían mucho de nosotros, pero nosotros también de ellas, y eso nos abrió a diferentes culturas”.

Por su parte, María Luz de Lestonnac, explica cómo el intercambio cultural con Safira lo “viven con riqueza”. Ya no sólo en lo gastronómico, con los platos que a veces prepara Safira al puro estilo pakistaní, “con todo el exotismo y picante que supone” –detalla la religiosa con humor–, sino también en lo religioso. “Un día, cuando hacíamos las vísperas, Safira se sentó con nosotros. Callada, intentó entender qué hacíamos y la fuimos integrando, poco a poco –explica con un tono emotivo la religiosa–. Acabamos dándonos las manos todas al rezar el Padrenuestro”, añade. También las religiosas acogen costumbres de su inquilina. Es así, que si Safira bendice la mesa terminan diciendo todas “amén“; si la oración la hacen las religiosas, terminan diciendo “insallah”.

En otro sentido, también destaca el contraste con los jóvenes. Las vedruna aseguran que la llegada de Samantha, o Sami han “rejuvenecido la comunidad”. Aseguran que “no sólo la media de edad ha bajado notablemente, sino cómo con su entrada han entrado también risas, bailes, proyectos…”.

Cata González coincide con que la juventud “trae momentos divertidos”. Sin embargo, destaca las dificultades que rodean a los jóvenes que llegan de los centros. “Lo importante y lo más difícil es mantener la normalidad en el día a día”, declara. “Son jóvenes, y sus problemáticas y preocupaciones son mayores que las de un joven con un núcleo familiar normal, por eso, hay que darles estabilidad, porque cuando compartes espacios compartes vida”, afirma Cata.

Como anécdota, la teresiana explica que algunos papeles dentro del hogar cogen un tono familiar, como el de la religiosa más grande de la comunidad, que era “la abuela” para las acogidas y para ella, las jóvenes, sus nietas. Sin embargo, asegura cómo es el día a día, que nace la confianza, con “un café o un plan improvisado”. “Cada joven llegaba con una historia y nosotros le acompañamos, intentando darles un entorno que les ayude a crecer y a establecer un marco para andar de manera estable”.

Un listado de objetivos

Junto a esta convivencia hay un trabajo y un listado de objetivos a alcanzar, en los que se vuelcan las religiosas haciendo un seguimiento continuado con las personas alojadas. En el caso de Cata con los jóvenes, explica que “la comunidad debe dar cuentas a la administración”. Desde la Generalitat se da un período determinado para que tengan estudios y un trabajo. En este marco de preparación entran nuevos actores, como trabajadores sociales y voluntarios que se suman a la integración de estos chicos y chicas sumándose a la red.

En cuanto a los acogidos que llegan de fuera, la lista de objetivos varía algo y se centra en temas de documentación, trabajo y vivienda. Viqui Molins destaca cómo al final adquieres “un máster en los trámites de la obtención de los papeles y documentos”. También las hermanas de Lestonnac con Safira, aparte de ayudarla en formación y la lengua, paralelamente, le echan una mano con los trámites con el Ayuntamiento, Vivienda Social y otros servicios de la administración para que pronto pueda volver a vivir con su marido en su propio hogar. Éste es el gran objetivo: que encuentren estabilidad para vivir nuevos retos en su propio hogar.

Los frutos de la acogida

Documentación, hogar, salud, estabilidad, trabajo… Al final, después de la acogida, los frutos son muchos. No sólo por los que entran y se marcharán, sino también por lo que les han acogido y se quedarán. Las hermanas Vedruna aseguran que cada nueva inquilina supone “un nuevo comienzo, una llamada a estar atentas“ y que es necesario “saber acompañar y compartir la vida de las que llegan a casa con inseguridad y temores y, con grandes deseos de labrarse un futuro”. Cata asegura que “llena la comunidad trabajar con los jóvenes”. “Tenemos la convicción de que en ellos hay un diamante en bruto y nosotros queremos que puedan descubrir quiénes son para sacar el máximo de ellos”. “A mí personalmente, me ha enseñado muchísimo y me ha hecho crecer”, asegura.

Viqui Molins asegura que para ellas acoger “es fraternidad puesta en práctica”. O, como dice la comunidad de Lestonnac: “una fraternidad abierta a culturas y creencias”. Porque, tal y como expone María Luz, “vincularnos y colaborar entre entidades es un irrenunciable, hoy en día, para hacer posible otro barrio, otro mundo. Hay que estar aquí, es así. La vida religiosa, en su apertura y acogida al inmigrante, tiene un reto que le abre al futuro”, añade.

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