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Hace ya unos Domingo venimos leyendo fragmentos de la carta a los Hebreos, un escrito que, más que una carta, es un sermón dirigido a cristianos judíos tentados de abandonar la comunidad cristiana para volver al culto judío. Este domingo leemos un fragmento del capítulo 9º (He 9,24-28), un texto que se encuentra en el corazón de la carta. La mayor parte del libro hace hincapié en la superioridad de Jesús sobre otros sacerdotes descendientes de Aaron y la preeminencia del pacto de la nueva alianza sobre el pacto del Sinaí.

En el trasfondo del texto (y en general de toda la carta), la muerte de Jesús es comparada a los sacrificios que se hacían en el templo de Jerusalén, en especial el ritual de la fiesta del Yom Kippur. La entrada que ese día hacía el gran sacerdote al santo de los santos es comparada con la entrada de Jesús que con su muerte y resurrección entra en el cielo, en el lugar de la presencia no simbólica, sino auténtica y real de Dios. El texto señala las diferencias, sin embargo, entre la acción de Jesús y el ritual hecho por el gran sacerdote del templo de Jerusalén. Lo que hace Jesús es perfecto y único en el sentido de que no tiene ninguna necesidad de repetición.

La perfección se demuestra por el lugar donde hace Jesús su entrada y por la calidad de la sangre ofrecida. Es habitual en las culturas de la antigüedad que los dioses diesen las orientaciones pertinentes, las pautas y los modelos para la construcción de los templos. El templo original suele estar siempre en el lugar donde residen los dioses, los templos terrenales son copias. En Israel pasa algo parecido. En Ex 25-27 Dios da instrucciones para la construcción del tabernáculo en el desierto mediante el cual Dios habitará en medio de su pueblo. El templo de Jerusalén se construye siguiendo el modelo del tabernáculo del desierto. Dicho esto es comprensible que el judaísmo entienda que el templo de Jerusalén es una copia del verdadero templo salido de las instrucciones que Dios dio a Moisés y de ahí sólo hay un paso a pensar que el verdadero templo está en el cielo. Es en este templo donde Jesús hace su entrada; en este la presencia de Dios se da sin barreras, sin símbolos, es directa, llena, total.

La perfección se demuestra también por la calidad de la sangre. La sangre es el alma. Es lo que determina la personalidad singular de cada individuo. Es lo que me hace ser yo y no otro. La sangre, tal como dice el libro del Levítico (17,11) es la vida, por tanto derramar sangre, verter sangre es dar la vida. Dando la sangre es Jesús mismo quien se da y la sangre de Jesús es, por supuesto, muy superior a la sangre de cualquiera de los animales que se ofrecían en el templo. A diferencia del gran sacerdote, Jesús se da a sí mismo, lo que eleva al máximo el valor cualitativo de la ofrenda.

El otro rasgo que marca la diferencia entre Jesús y el gran sacerdote es que este tenía que repetir cada año la entrada al santo de los santos. La muerte de Jesús, vista como una entrada al santuario y como un sacrificio con sangre derramada, tiene lugar una única vez. Del mismo modo que hombres y mujeres mueren una sola vez y no pueden ir muriendo constantemente, también la muerte de Jesús sucede una sola vez. El valor y la eficacia es tal que, ni que fueran posibles, no se necesitan repeticiones. Ya no es posible que las haya porque la muerte de Jesús se produjo en el final de los tiempos y eso la convierte en un acontecimiento definitivo.

El texto termina hablando de la segunda venida de Jesús en la que aparecerá para salvar a los que viven esperándole. Con Jesús se inaugura una nueva época en la que todo cambia. Ya no se requieren sacrificios ni hay que estar sujetos a la ley y a los ritualismos judíos. El pueblo de Dios no queda restringido al pueblo de Israel. Personas de todas las naciones bajo el cielo viven esperando Jesús y no quedarán decepcionados.

Domingo 32 durante el año. 11 de Noviembre de 2018

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