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Domingo XI del tiempo ordinario. Ciclo B.
Barcelona, ​​14 de junio de 2015.

A poco que se observe nuestro vivir nos daremos cuenta de que vivimos ahogados por las malas noticias. Malas noticias de todo tipo.
Emisoras de radio y televisión, noticiarios y reportajes, revistas especializadas y por especializarse descargan sobre nosotros torrentes de noticias
–de odios
de guerras
de terrorismos
de hambre asesina
de violencias de todo tipo
de escándalos pequeños y grandes
de corrupciones y corrompidos
de estafas y de estafadores, etcétera.

Los vendedores de sensacionalismo no parecen encontrar otras cosas más notables en nuestro desgraciado planeta.
Por otra parte, la increíble velocidad con la que se extienden las noticias y los problemas en todo el mundo nos dejan aturdidos y desconcertados.
¿Qué puede hacer una pobre persona, por buena voluntad que tenga, ante tantas sufrimientos?

La ciencia nos ha querido convencer de que los problemas se pueden resolver con un poco más
de técnica
–y de poder.

Pero este poder, más que en manos de las personas, está en las estructuras.
Se ha convertido en un poder invisible que se sitúa más allá de lo que puede cada individuo.
En gran parte, este el individuo– se ha convertido en simple instrumento atrapado en un sistema de relaciones que ya no puede dominar.

Entonces, la tentación más fácil es pasar del tema. Inhibirse.
¿Qué podemos hacer para mejorar esta sociedad?
Más de uno piensa y lo dice que son los grandes y los poderosos, los que tienen el poder político o económico, los que han de operar el cambio que necesita esta humanidad para ser mejor y más feliz.
Pero, de hecho, no es así.

Hay en el Evangelio una llamada dirigida a todos y que consiste en sembrar pequeñas semillas de una nueva humanidad.
Jesús no habla de grandes cosas ni de ninguna espectacularidad prodigiosa.
El Reino de Dios es una realidad muy humilde y muy modesta en sus orígenes.
Una realidad tal, que puede pasar tan desapercibida como la semilla más pequeña.
Sin embargo, una realidad que está llamada a crecer y a fructificar de la manera más insospechada y segura.

Seguramente que todos tenemos que aprender de nuevo a valorar los pequeños gestos.
Seguro que no estamos llamados a ser héroes y mártires cada día.
Pero sí a todos se nos invita a vivir poniendo un poco más de felicidad en cada rincón de nuestro pequeño mundo diario.
–un gesto amistoso al hombre que vive desconcertado y atónito
–una sonrisa acogedora al que está solo
–una señal de buena vecindad a quien empieza a desesperar
–un rayo de alegría en un corazón angustiado, etcétera, no son cosas grandes. Ninguna de estas no lo es.

Son pequeñas semillas del Reino de Dios que todos podemos sembrar en esta sociedad complicada y triste, que ha olvidado el encanto maravilloso de las cosas buenas y sencillas.
¿Qué es lo que nosotros sembramos de manera habitual y constante?

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