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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

Unos sabios de Oriente escrutan el lenguaje las estrellas que les hablan del rey de los judíos que acaba de nacer. Son buscadores. Venidos de lejos, quieren localizar al recién nacido para adorarlo. Una estrella los guía, anticipándose en muchos siglos a la tecnología del GPS. La imaginería popular ha adornado el texto sucinto del evangelista Mateo añadiendo que eran reyes, que eran tres y otorgándole un nombre a cada uno. Es preferible el texto original. La palabra griega mago, a distancia de las interpretaciones actuales, podría hacer pensar que se trataba de sacerdotes persas. No se establece el número, pero sí que habla de varios. Se trata de una búsqueda individual compartida con otros buscadores. Estos sabios leen el lenguaje de cielo para trazar sus caminos en la tierra. Acuden a Herodes en Jerusalén, que se inquieta con la noticia. Se les indica que el lugar del nacimiento del Mesías es Belén de Judea. En la capital, centro del poder, la estrella desaparece. Cuando reemprenden su camino, reaparece la estrella, que les produce una alegría inmensa y que se detiene en el lugar donde se encuentra el niño con María, su madre. Le ofrecen sus dones: oro, incienso y mirra. Realizan el regreso a su país por otro camino, para evitar verse de nuevo con Herodes, que desea eliminar al niño.

Esta narración, que alimenta la práctica de la venida de los Reyes Magos cargados de juguetes para los niños, proporciona claves importantes para los buscadores, para quienes emprenden viajes iniciáticos, para quienes andan tras maestros y gurús que les desvelen el sentido de su vida y el autoconocimiento personal. Existen muchos sucedáneos que no satisfacen el deseo profundo de la búsqueda, sino que la distorsionan y la engañan. Manuales de autoayuda con lemas tan falsos como embaucadores. Los sabios de Oriente buscaban al niño, más allá de sí mismos. En cambio, muchas propuestas hoy de autorrealización encierran a los nuevos buscadores en la burbuja del propio ego, concentrando sus energías en el propio ombligo. Se genera así un sentimiento de superioridad y de aristocracia espiritual, carente de sencillez y humildad. La prueba del algodón para conocer la verdad del trabajo y del crecimiento personal reside en el amor a los otros y en la capacidad de transformarse en don para los demás. Solo entonces, como les sucede a los sabios de Oriente, la experiencia se convierte en epifanía, es decir, en manifestación y en revelación del misterio de Dios en la propia vida ante el cual solo cabe la adoración y la alegría.

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