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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

El día 10 de diciembre de 2023 se cumplió el 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tras la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, no es extraño que la humanidad tomara conciencia de los millones de personas que perdieron la vida en los campos de batalla, en los campos de concentración y en las mismas ciudades a causa de los bombardeos masivos, llegando al máximo exponente de la bomba atómica que destrozó Hiroshima i Nagasaki. La Declaración fue un gran paso hacia adelante. No obstante, no hay que olvidar que una cosa es acordar los textos legislativos y otra darles cumplimiento. La tarea sigue vigente y de ninguna manera hay que bajar la guardia.

El artículo primero afirma: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.» Este breve redactado contiene las tres palabras-clave de la revolución francesa: «libertad, igualdad y fraternidad», que poseen una profunda raigambre humana y cristiana. Implementarlas constituye un gran desafío.

La Federació de Cristians de Catalunya y el Institut Emmanuel Mounier de Catalunya realizaron el día 12 de diciembre pasado una interesante mesa redonda conmemorativa del 75 aniversario de la Declaración en el Caixa Fòrum Macaya. Cuando abrieron la participación al público, expresé una de mis mayores preocupaciones en este ámbito. Existe una práctica, cada vez más extendida, de excluir a personas y colectivos de esta Declaración. Esta práctica se concreta en la deshumanización. Cuando se reduce a alguien a una etiqueta o a una estadística, normalmente de manera menospreciativa, cuando se le deshumaniza, se le despoja de su dignidad y de sus derechos. Se deshumaniza a los adversarios políticos, a los inmigrantes, a los delincuentes, a los pobres, a los homosexuales, etc. Desposeerlos de su dignidad y de sus derechos conduce a su exclusión a la vez que anula su responsabilidad. En este enfoque se los trata peor que a cosas, que hay que barrer y eliminar, sin la mínima conmiseración. En este contexto, no se les reconoce su libertad ni su igualdad, ni se les trata como hermanos o hermanas. Para no caer en la deshumanización, hay que partir de la convicción de que se trata siempre de personas, sean las que sean las situaciones que viven. El substrato personal nunca se puede eliminar. Nos iguala ser personas. Nos diferencian las circunstancias y las conductas.

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