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Termino la lectura de "Iluminación de Iglesias", de Miguel Ángel Rodríguez Lorite (Intervento Red, 2016). Él libro plantea cuestiones razonables y muestra la experiencia de un profesional del sector que merece ser escuchada, o leída. Tiene toda la razón el autor cuando indica que:

“Para ver, nos sirve una farola y para mirar, un flexo sobre la mesa; però la luz para contemplar no se vende en las tiendas, ni se encuentra en los catálogos; es más, incluso mucho profesionales con conocimientos técnicos suficientes carecen de la sensibilidad necesaria para crear un ambiente para la contemplación con luz artificial”. (pàg. 106)

"Contemplar" es una palabra que proviene de "cum-templum", es decir, "mirar atentamente un espacio delimitado". La iluminación de una iglesia debe facilitar esta tarea de atención al "Témenos", el espacio sacro, ayudar a la orientación de la persona hacia lo trascendente o, sencillamente, ayudar a la oración. Esto es lo que ha intentado la arquitectura religiosa a lo largo de los tiempos con la luz natural; ya fuera con los ventanales que iluminaban las cerraduras Muraro en el románico, las vidrieras desmaterialitzadores del gótico o las ventanas escondidas y otros juegos propios del teatralisme barroco.

Pero, ¿qué hay de la luz artificial en los templos? Desde siempre ha habido luminarias en las iglesias y éstas no han sido neutras al discurso interno del edificio, especialmente en la liturgia, que es su motor funcional principal. Sólo hay que recordar el rito de la noche de Pascua, donde cada creyente entra a oscuras en el templo llevando su candela. Iluminar el templo para ayudar a la contemplación implica tener en cuenta tanto la dimensión vertical como la horizontal del espacio, a saber, el diálogo cielo-tierra y la procesión hacia el centro de atención principal situado en el presbiterio.

Con la llegada de nuevas fuentes de energía y sus aplicaciones lumínicas, especialmente la electricidad, se plantea un nuevo diálogo entre la técnica y el simbolismo del espacio que, muy a menudo, no ha encontrado su relación adecuada. En el libro se indica, por ejemplo, el caso de la Catedral de Barcelona: ¿por qué iluminar en exceso las vueltas y dejar que el espacio se vaya oscureciendo a medida que nos acercamos al plano del suelo? De hecho, la mayoría de espacio eclesiales no fueron pensados para contemplar las vueltas. Como caso exitoso apunta el caso del baldaquín diseñado por Gaudí en la Catedral de Mallorca, donde los candelabros tienen un sentido y refuerzan el discurso propio del lugar.

Aunque el libro huye de ser un recetario fácil sí da pautas y criterios suficientes para intervenciones en el patrimonio sacro. Uno de ellos es el de las facilidades que ofrece la nueva tecnología de iluminación con LEDs; con su fácil instalación, el hecho de proporcionar luminosidad uniforme en el espacio y el consiguiente ahorro económico y energético. También resulta interesante el apartado de diseño de nuevos candelabros. Si Gaudí inició el camino con el baldaquín mencionado, ahora toca a los arquitectos actuales encontrar nuevas formas y artefactos que ayuden, de forma discreta pero decisiva, a una percepción de los templos que colaboren a su finalidad. Porque, efectivamente, iluminar una iglesia es algo más complicado que poner cuatro bombillas de la ferretería.

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