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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
Muchos, no todos, quieren que España salga de la crisis para que podamos volver a vivir niveles satisfactorios de bienestar. A algunos les va bien así porque se enriquecen a manos llenas: «A río revuelto, ganancia de pescadores.» Sin embargo, no se extirpa aquello que creó el problema y, por tanto, la solución es ficticia, acaso imposible. Se intenta todo: políticas de recortes y de austeridad, incremento de impuestos, reducir las autonomías a la insignificancia, centralizar el poder, gobernar el país mediante continuos decretos ley, salvación impúdica de bancos, sumisión a los dictados alemanes, planes estratégicos, nuevos proyectos de una ocupación incapaces de detener el incremento del paro… Nada apunta al núcleo de la cuestión.
La enfermedad de España tiene dos nombres: avaricia y envidia. Los monjes antiguos, comenzando por Evagrio Póntico y Juan Casiano, llamaban a la avaricia con una palabra griega philargyria, que se traduce por «amor al oro», «amor al dinero». Este amor, concretado claramente en Marc Tourneuil, protagonista de la película El capital de Costa-Gavras, ha desencadenado un aluvión de despropósitos que nos han conducido a la situación actual. Ahora, en vez de aprender la lección, el amor al dinero sigue guiando la búsqueda de soluciones, con la política de salvar bancos antes que salvar personas y poniendo el acento en la deuda española, que pagamos todos, en vez de castigar a los auténticos culpables del desastre, que gozan de suculentas indemnizaciones. Pero, ¡ojo! La avaricia puede arraigar en todas las personas, ricas o pobres, aunque las consecuencias sociales no son las mismas. Evasión de impuestos y corrupción se dan a todos los niveles. Muchos se quejan sólo de los que roban más que ellos. Y aquí asoma la envidia, siempre sutil. Si mi vecino tiene un móvil de quinta generación, yo no puedo ser menos. Me lo tengo que comprar. Si algunas ciudades tienen estación de AVE, nosotros no vamos a ser menos, aunque después ni se utilice. Si otros tienen aeropuerto, nosotros también, aunque no haya pasajeros. Si unas regiones tienen lengua propia, la perseguimos y así estamos en empate. Si se pide autonomía, se da café para todos y se inventan himnos y banderas. Lo dijo Luis Racionero, cuando le preguntaron qué le ofendía tanto de España: «¡La envidia, la envidia, la envidia! Es nuestro defecto estrella. Igual que los ingleses son hipócritas, los franceses vanidosos y los alemanes disciplinados, el español lleva la envidia en el genoma.» Lo importante no es saber lo que quiero, sino tener tanto como los demás, aunque no lo necesite ni sea económica y socialmente viable. Mientras la avaricia y la envidia campen a sus anchas, estaremos en un callejón sin salida. Los diagnósticos dominantes fallan. Las soluciones, también.
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