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La reciente renuncia del Santo Padre a seguir ejerciendo su ministerio ha sido enormemente comentada. El hecho se ha analizado desde multiplicidad de perspectivas, todas ellas complementarias. En efecto, un montón de aportaciones desde distintos saberes como el derecho canónico, la teología, la historia, etc., han llenado páginas y páginas de los medios de comunicación. Y también han sido plurales los acentos de su análisis. Algunos se han interesado por las causas y otros por las consecuencias. En cualquier caso, estamos ante un hecho personal de carácter excepcional que la mayoría de católicos y también muchos agnósticos y no creyentes han visto como un gesto de modernidad, inteligencia, humildad y respeto. A estos valores seculares y bien compartidos hay que añadir la interpretación del gesto como el resultado de una profunda espiritualidad, en definitiva, un acto de fe de magnitud poco habitual porque Benedicto XVI ha manifestado una confianza plena en Dios y en la Iglesia.
Sin embargo confiar en Dios y, a la vez, en la Iglesia católica puede parecer un binomio de riesgo porque a pesar de que hablamos de la «Iglesia de Cristo» y «creemos eclesialmente», se trata de una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y humano tal y como afirma la Lumen gentium 7. El propio Papa ha puesto de relieve y ha denunciado muchos aspectos de la limitada humanidad de algunos de los miembros de la Iglesia. Parecería, pues, que para los ojos de muchos hombres y mujeres esta confianza resultaría contradictoria. O tal vez, quedaría justificada una cierta inquietud.
Personalmente, creo que la esencia está en el tiempo litúrgico elegido para realizar el discernimiento sobre quién ocupará la sede pontificia. Desde esta perspectiva la importancia no la tiene tanto la fecha precisa de la notificación de la renuncia sino el «tiempo de la sede vacante». Estamos en Cuaresma. Para Benedicto XVI esto no es un elemento secundario y este hecho debe ser leído como un elemento fundamental de su decisión. El «conviértete y cree en el Evangelio» que se proclama en la imposición del Miércoles de Ceniza y el tono de «cambio y de renuncia» propio de la Cuaresma ha de suscitar no sólo una reflexión sobre la intencionalidad del Papa sino, especialmente, un planteamiento radical sobre la actitud con la que se tendrá que desarrollar el cónclave y, especialmente, el después.
Benedicto XVI ha tomado una decisión plenamente coherente y de un simbolismo extraordinario en el Año de la Fe que ha de producir una conversión sincera y una creatividad totalmente nueva. La Cuaresma es una llamada para todos. ¿La sabremos aprovechar?

Publicado en Catalunya Cristiana, núm. 1745, de 3 de marzp de 2013, p.13.

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