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Después de la larga lectura de la narración de la pasión, el relato de la sepultura de Jesús (Mt 27,57-61) suele pasar desapercibido, pero tiene su valor en sí mismo. Dentro de las primeras comunidades cristianas, surgieron con fuerza las corrientes gnósticas que dudaban de la realidad de la muerte de Jesús, para ellas Jesús tan solo murió en apariencia, como si fuera un montaje virtual, ahora tan de moda. Se trataba, pues, de afirmar que la muerte de Jesús había sido bien real, por eso Jesús fue enterrado, entró de lleno en el reino de la muerte. Además de eso, narrativamente, el relato actua de enlace entre los relatos de la crucifixión y el de la tumba vacía.

Los crucificados más peligrosos eran abandonados por los romanos para ser devorados por los animales carroñeros. Si no era éste el caso, podían permitir que las familias recogieran el cuerpo y le dieran sepultura. Si nadie reclamaba nada, eran enterrados en una fosa común destinada a los crucificados. Los códigos de honor de Israel consideraban una desgracia no ser enterrado (Jr 16,24). Jesús no podía acabar de un modo similar a la malvada reina Jezabel que no fue enterrada y acabó devorada por los perros (2Re 9,36). Paradójicamente, el crucificado que tenía todos los números para ir a parar a una fosa común, fue enterrado en un sepulcro excavado en la roca, privilegio de reyes o de personajes de gran categoría y prestigio social (Is 22,15). Las comunidades cristianas no quisieron alimentar maledicencias que empañaran la dignidad de la persona de Jesús.
Quien hizo posible esto fue José de Arimatea. El que, según Marcos, era un miembro del sanedrín que esperaba el Reino de Dios (15,43), Mateo lo hace discípulo de Jesús. Su nombre lo equipara con José, hijo de Jacob y José el padre de Jesús, todos ellos considerados hombres justos. Da a Jesús la tumba que se había hecho para él. Supo hacer lo que no hizo el joven rico: dar a los pobres (Jesús crucificado no podía ser más pobre) todo lo que tenía y seguir a Jesús (Mt 19,16-24). Puso sus relaciones con Pilato, su pasado, y su gran ilusión, la tumba que se estaba construyendo, su futuro, al servicio de la causa de Jesús. Su pasado y su futuro quedan transformados por el presente de la cruz. Cuando los otros han abandonado (26,56b), él es el discípulo que se mantiene fiel hasta la cruz.
María Magdalena y la otra María, presentes en el Calvario, en el entierro y las primeras de ir el domingo al sepulcro. Su presencia crea un enlace entre los tres relatos. Pero hay más: ellas tampoco han huido, como huyeron los hombres discípulos. Miran, no dicen nada, aguantan firmes. Silencio respetuoso cuando las palabras pueden resultar sobrantes. De ellas nos ha informado Mateo que "habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle" (27,55). No les pone la etiqueta de discípulo, de hecho ninguna mujer, en aquellos tiempos, podía ser discípulo de un rabino, pero ellas poseen las características que definen el perfecto discípulo de Jesús: el seguimiento y el servicio. En un contexto en que la mujer vivía recluida en el ámbito privado de la casa y la familia, sorprende saber que unas mujeres hayan seguido a Jesús desde Galilea, un seguimiento físico que implicaba vivir en la intemperie y la incertidumbre, conviviendo con un grupo de hombres y un líder que no es su marido
No han sido llamadas al seguimiento pero ellas se lo han tomado en serio. Jesús ya había advertido que no se puede ser un correcto discípulo sin la aceptación de la cruz, elemento imprescindible para la construcción del Reino y su proyecto (Mt 16,21-28). Han tomado el protagonismo en el momento decisivo: seguir a Jesús aceptando la cruz.

Domingo de Ramos. 9 de Abril de 2017

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