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HOMILIA DG-TO-B06 (Mc 1,40-45)

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Antiguamente, los leprosos debían gritar: «impuro, impuro», y estaban obligados a vivir solos, en lugares despoblados. A lo largo de la historia, toda sociedad ha inventado sus cuarentenas, para evitar los contagios y prevenir las epidemias. No hacerlo parecería una temeridad. Han sido los apestados, los judíos, los gitanos, los enfermos de SIDA, los inmigrantes sin papeles ... cada época ha segregado sus propios "leprosos", imponiéndoles la campanilla del estigma social, relegándolos así a las afueras de nuestras ciudades.

El evangelio nos presenta a Jesús yendo a estos lugares, gritando: «puro, puro.» Rompiendo de esta manera la cuarentena, Jesús incurre en grave riesgo de provocar una epidemia. Para evitarlo, manda al leproso de no decirlo a nadie y de ir en seguida a regularizar su purificación ante las instancias pertinentes. Pero el leproso no hace caso y la epidemia se extiende como la pólvora.

Consecuencias? Jesús, después de purificar el leproso, se convierte él mismo en un impuro, «sin poder entrar abiertamente en pueblos, debía quedarse fuera, en lugares despoblados.» No se puede tocar un impuro, impunemente. Si te acercas a los impuros y los tocas, te arriesgas al contagio; pasos a compartir la impureza del otro, su impotencia, su arrinconamiento.

No todo amor osa ir tan lejos, no todo amor es como ese amor de Jesús que rompe cuarentenas y se arriesga al contagio. A partir de Jesús, no hay «hinchazones, costras o erupciones en la piel» (según la descripción de la lepra que hace el libro del Levítico) que nos puedan separar del amor de Dios. Jesús es el principal culpable de que ese amor se te enganche de esta manera y sea tan contagioso. Y no hablo de cosas que hizo Jesús y nunca más han vuelto a pasar, hablo de cosas que suceden hoy mismo entre nosotros.

Sólo así se explica la vida de algunas personas, como la de Gregoire Ahongbonon, que apareció hace unos días en La Contra de La Vanguardia, así como al diario ARA. Pero lo que yo no había visto todavía es un documental de Carles Caparrós sobre este personaje, «Los olvidados de los olvidados», y quedé ya no impactado, sino literalmente deslumbrado. Salen las mismas cosas que dice Jesús y con la misma autoridad: los endemoniados encadenados y la espuma por la boca y la misma segregación social y la misma osadía del amor que se arriesga a romper las barreras y tocar los impuros y gritar bien fuerte, porque todo el mundo se entere: «Quiero, queda limpio.»

Hasta que no entiendes que aquel muchacho que lleva siete años encadenado a un pilón de hormigón, dentro de una habitación cerrada, es tu hermano ... Hasta que no te das cuenta que esa mujer que lleva toda la vida clavada en un par de maderas en forma de cruz y que no se sostiene sobre sus piernas, no es sólo una pobre enferma, sino tu propia madre. Hasta que no comprendes que la persona que está encadenada de esta manera eres tú mismo y tu hermano y tu padre y no ves que es la humanidad entera que está encadenada en ese enfermo, no entiendes nada de nada y por eso, como a mí, su mal te queda lejos y se te hace llevadero.

Hasta que no ves lo mismo que ha visto la gente como Gregoire, no entiendes lo que sentía Jesús cuando tocaba los impuros y cuando curaba a los enfermos, y no entiendes la urgencia con que lo hacía y de dónde sacaba él las fuerzas para amar tanto . Jesús resucitó después de muerto, pero vivió desde el primer día como un resucitado, como alguien a quien le va la vida en todo lo que dice y en lo que hace.

(El ambón es un espacio semanal del blog "La homilia del Marc")

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