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A menudo la literatura es el embate que me empuja a descubrir paisajes, hazañas históricas, teorías y biografías, o también cuadros y esculturas. Así me pasó con Jacopo Robusti, llamado Tintoretto, pintor veneciano del siglo XVI. Aunque lo conocía, no capté el alma de su obra hasta que leí La lunga attesa dell'Angelo (publicado en castellano por Anagrama: “La larga espera del ángel”) de Melania Mazzucco .


Tintoretto tenía un carácter explosivo, alocado. Consciente de su talento, ambicioso, hizo lo imposible para crearse su espacio como artista en la Venecia de Tiziano. Autodidacta y genial, precursor de Cavaraggio, fue el último pintor del Renacimiento italiano y no siempre fue bien comprendido en su época por el uso revolucionario del que se consideraba que eran los fundamentos del arte pictórico. Por ejemplo, a menudo pinta sin un dibujo previo. O utiliza perspectivas y encuadres inéditos en una lógica compositiva casi teatral (los críticos dicen “cinematográfica”). Todo ello da a su obra una gran eficacia comunicativa. Otro rasgo de su pintura es la luz, protagonista indiscutible de sus cuadros.

Hasta el 10 de junio en Roma se puede ver por primera vez una exposición monográfica dedicada a este gran artista veneciano, con cuadros provenientes de todo el mundo, que presentan los tres principales géneros de su pintura: el tema religioso, el tema mitológico y el retrato. Tintoretto, que en vida posiblemente no viajó nunca a Roma, viene ahora con sus obras más representativas, desde los inmensos lienzos, como el Milagro del esclavo, hasta sus dos conocidos autorretratos. Una exposición que aún se saborea más si hemos leído antes los diferentes libros, de ficción y no ficción, que Melania Mazzucco ha dedicado al pintor veneciano.

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