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Leemos en la segunda lectura de estos domingos textos de la carta de Pablo a los Romanos. Este domingo toca leer un par de versículos del capítulo octavo (8,26-27). Para situar estos versículos dentro del conjunto del que forman parte, hay que retroceder hasta el comienzo del capítulo sexto. Estos capítulos (6.7.8) constituyen un bloque temático de primer orden dentro del conjunto de la carta y también dentro del conjunto global de la temprana literatura cristiana.
El capítulo sexto presenta el bautismo cristiano, que, asociando a la muerte y resurrección de Jesús, introduce un nuevo tipo de vida que se caracteriza por la renuncia al pecado. La nueva realidad de vida representa para los judíos la renuncia a vivir según los criterios de la ley judaica (capítulo séptimo) y representa para todo creyente, tanto judío como pagano, vivir de acuerdo con el Espíritu. Todo el capítulo octavo está dedicado a describir lo que representa esta vida en el Espíritu y los dos versículos de hoy nos muestran uno de los aspectos con que se manifiesta esta vida en el Espíritu: nuestra debilidad que impide orar correctamente, queda reparada por la acción del Espíritu que intercede correctamente por nosotros ante Dios.
A que se refiere el texto cuando habla de nuestra debilidad?. Habría que entenderla como la debilidad que deriva de la condición terrenal y corporal de la existencia humana. Es la debilidad que hace dormir, que hace no estar despierto para velar y para orar. Es la condición de debilidad que tiene el ser humano antes de ser resucitado (1 Cor 15,43). La debilidad es lo que éramos antes de ser asimilados a la muerte y resurrección de Jesús (Rm 6,6); es nuestro yo dominado por el pecado. Todo ello define la condición de debilidad en la que el ser humano se encuentra inmerso y en la que el Espíritu interviene para superar los impedimentos que tal debilidad provoca.
Tiene su interés también fijarse en lo que hay que entender cuando se habla de los gemidos del Espíritu. Estos gemidos sintonizan con nuestros gemidos y los de la creación cuando anhelan la salvación definitiva (vv. 22:23). Estos gemidos son la expresión del lamento humano que se produce al comprobar la impotencia para cambiar una determinada situación, donde las personas nada pueden hacer para cambiarla por ellas mismas. Dicho más teológicamente es la grito dirigido a Dios que se caracteriza por su intensidad ante una situación límite.
Pablo conoce bien esta situación de la que el Antiguo Testamento da ejemplos. Se da en el gemido del pueblo de Israel, oprimido por Egipto, que levanta su clamor a Dios desde el fondo de su esclavitud (Ex 2,23-25
​​). La describen los salmos "Vuélvete a mí, ten compasión de mí que me encuentro solo y afligido" (26,16); "Desde el abismo te llamo, Señor" (130,1) "Yo soy un pobre y desvalido, no tardes Dios mío" (70,6). Hace pensar el grito de Job abrumado: "Yo te imploro Dios mío y no me respondes" (Jb 30,20).
Un pasaje de los evangelios resulta de un interés relevante en cuanto a la debilidad humana que impide la oración; se trata de la oración de Jesús en Getsemaní (Mt 26,36-46). Fijémonos en los discípulos: Jesús los encontró dormidos, señal inequívoca de la debilidad humana. Jesús les dice: "No habéis podido velar una hora conmigo". La debilidad les impide la oración, por eso Jesús sigue diciendo: "Velad y orad para no caer en la tentación". Por el lado contrario nos encontramos con que Jesús, desde lo profundo de su debilidad-siento en el alma una tristeza de muerte-, es capaz de levantar su oración al Padre: "Padre mío .... que no se haga como yo quiero, sino como tú quieres ". Jesús ha hecho experiencia del Espíritu. Ha venido encima de él en el Jordán (Mt 3, 16). Aquí radica la diferencia respecto a los discípulos. Es el Espíritu el que hace posible que, desde su debilidad, Jesús pueda dirigir su oración al Padre.
Domingo 16 durante el año. 20 de Julio de 2014

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