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En la liturgia de este pasado domingo leímos esta grave advertencia "El Señor dice: no maltrates ni oprimas a los inmigrantes, que también vosotros fuisteis inmigrantes en Egipto" (Éxodo 22, 20). Esta frase nos recuerda también aquella parábola de Jesús sobre el juicio final: Era forastero y no me acogisteis (Mt, 25,43). Tomamos con ello consciencia de que la acogida y respeto al inmigrante es uno de lugares claves donde se mide nuestra estima del prójimo.

Hoy podemos interpretar esta advertencia como dirigida a nosotros los europeos, que hemos olvidado que fuimos inmigrantes. Pero hemos olvidado también que fuimos colonizadores, opresores, ladrones y destructores de pueblos y culturas de allí donde fuimos, y allí creamos vínculos de sumisión, dependencia y explotación que aún perduran. Estos hechos nos hacen aún hoy parcialmente responsables de la situación de aquellos países. Y, por ello, nos hacen también responsables indirectos del éxodo masivo de millones de personas que buscan una vida digna en Europa.

Hemos querido olvidar todo esto y, traicionando los valores que proclamamos, hemos optado por encerrarnos tras una formidable y costosa muralla, con las puertas sistemáticamente cerradas a los pobres. Una muralla que produce dolor, violencia y muerte para los que quieren traspasarla. Una muralla que se refuerza con una política de exclusión, maltrato y expulsión de aquellos que consiguen eludirla. Yo comprendo que las migraciones deben ser ordenadas y que la acogida tiene sus límites. Pero lo que hace Europa es otra cosa: no ofrecer prácticamente ninguna opción de inmigración legal ni asilo desde los países pobres y no comprometerse tampoco con una verdadera cooperación al desarrollo. Su absoluta prioridad es el cierre, por encima del respeto a la dignidad humana.

Una de las principales expresiones de esta política son los centros de detención y expulsión de inmigrantes. El caso español es bastante conocido. Pero hace unas semanas tuve ocasión de participar en una visita de Justicia y Paz de Europa a uno de estos centros, en Atenas, Grecia: el campo de Amygdaleza. En este inmenso campo de concentración, financiado por la Unión Europea, son encarcelados en tristes barracones, en absoluta inactividad y aislamiento, más dos mil inmigrantes procedentes de Oriente Medio y Asia: Siria, Irak, Irán, Afganistán .. países destruidos por guerras interminables, en las que Europa tiene su grave responsabilidad; y también de más allá: Pakistán, Bangladesh... La detención puede durar hasta los dieciocho meses (y se puede prorrogar indefinidament cuando se considera que el detenido no coopera con las autoridades), plazo en el que deben ser expulsados ​​o liberados. Si son liberados, la política de las autoridades griegas es volverlos a internar cuando son interceptados nuevamente en la calle, a fin de presionarlos al máximo para que abandonen el país. En su desesperación, el año pasado un grupo de internos prendió fuego a los barracones.

Tuvimos ocasión de hablar con muchos detenidos, la mayoría de los cuales llevaban muchos meses cerrados, algunos por segunda o tercera vez. Y no teníamos palabras para ellos. Su queja era incontestable: "¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué nos cierran de esta manera? ¿Por qué nos tratan como si fuéramos criminales o como si fuéramos animales salvajes? Hablad de nosotros y de esta injusticia".

Yo hoy os hablo de ello. Pero como europeo, sentí y siento una profunda vergüenza.

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