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El libro del Apocalipsis dedica los capítulos del 14 al 20 describir la caída del viejo mundo. En el 21 y 22 se encuentran tres oráculos sobre el nuevo mundo presente en la Iglesia. El primero, que leímos en la primera lectura del domingo pasado proclama el advenimiento de este nuevo mundo (21,1-8); el segundo que leemos en parte en la segunda lectura de hoy (21,10-14.22-23) describe la gloria de este nuevo mundo y el tercero (21,9-27) canta el aspecto paradisíaco del reino futuro.

El autor del Apocalipsis utiliza la imagen de la ciudad para describir las relaciones de Dios y Jesús, el Cordero, con los que les son fieles. Las ciudades de aquel tiempo no eran como las de ahora. Las construcciones con piedra eran escasas y en consecuencia eran edificaciones débiles y vulnerables. La característica más importante de las ciudades era que tenían murallas construidas sobre unos cimientos sólidos. Dos elementos a los que nuestra lectura da importancia. Esto las dotaba de la capacidad de ofrecer fortaleza, solidez, protección. La protección que ofrece una ciudad se convierte en el símil de la protección que Dios ofrece a los cristianos perseguidos del Apocalipsis. En las ciudades estaban los templos, el palacio del rey y la administración de justicia, por lo cual la ciudad era símbolo de grandeza, majestad, dignidad, orden. Las ciudades tenían su modelo en el cielo, por eso el profeta ve Jerusalén bajando del cielo.

Un detalle que no se puede pasar por alto es que la nueva Jerusalén aparece rodeada de la gloria de Dios. Para comprender la densidad de esta afirmación hay que tener presente el libro de Ezequiel. En este libro el profeta contempla las abominaciones cometidas en el templo de Jerusalén (Ez 8,6ss); tal perversión provoca que la gloria de Dios abandone el templo y la ciudad (11,23). Pagado su pecado con el precio del exilio, Israel volverá a su país y una vez reconstruida la ciudad y el templo (cc. 40-42) la gloria del Señor retornará sobre Jerusalén (43,4). Es la gloria que el Tercer Isaías ve amanecer sobre Jerusalén y será foco de atracción de pueblos y reyes de la tierra (Is 60,1-3). En la nueva Jerusalén, la gloria de Dios y es desde siempre y para siempre.

Hemos hablado de la importancia de los cimientos. La nueva Jerusalén, la nueva comunidad fiel a Jesús y Dios tendrá su fundamento en los 12 apóstoles. Es decir, el fundamento no será la Tora, la Ley judía ni ninguna otra cosa, sino la predicación de los apóstoles que no es más que el mensaje de Jesús transmitido a través de su testimonio y sus palabras. Las puertas siempre abiertas - dirá más adelante el v. 25 - están orientadas a los 4 puntos cardinales, una universalidad geográfica preparada para acoger las riquezas de las naciones. Llevan el nombre de las 12 tribus de Israel. Es la representación del Antiguo Testamento. Posteriormente el pensamiento cristiano presentará el Antiguo Testamento como el paso necesario para la total aceptación de Jesús. La portada románica de Ripoll respira este pensamiento. Para entrar en la Iglesia hay que pasar por el Antiguo Testamento plasmado en las imágenes de la portada.

Cuando los sentidos humanos no perciben la presencia de la divinidad, necesitan las mediaciones que hagan evidente esta presencia. Estas mediaciones son los templos y los cultos. En la nueva Jerusalén la presencia de Dios es captada y vivida de un modo directo, sin necesidad de símbolos, ni mediaciones ni elementos intermediarios, por eso en la nueva Jerusalén no hay templo, ni sacerdotes, ni culto ni sacrificios. No hay nada que tenga que simbolizar la presencia de Dios. Dios ya está allí, ya habita allí, por eso no es necesario que esta presencia sea simbolizada. Presencia que se caracteriza por una relación de amor protector.
Domingo 6º de Pascua 1 de Mayo de 2016

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