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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
Me quedan unas horas en París antes de regresar a Barcelona. Decido dar un paseo por el centro. Bajo en la estación de metro Châtelet-Les Halles. Camino por las galerías del Forum, espléndidas y atractivas. Salgo a la superficie y las calles parisinas crean la magia de un escenario siempre sugerente. Conozco la zona y no me resisto a entrar en la iglesia de Saint-Eustache. Su arquitectura gótica y renacentista despierta admiración. Sus muros han acogido personajes de gran relevancia histórica. Me sumerjo en el ambiente de silencio y doy una vuelta por las capillas laterales. Me llaman la atención sus ofertas y su manera de convertir la parroquia en un centro de vida cristiana. Observo esculturas, lápidas…
En una capilla lateral, sentada sobre el bordillo que le da acceso, veo a una mujer joven mirando hacia la parte superior del templo. Me cautiva su forma atenta y concentrada de mirar. Su expresión refleja admiración y sensibilidad. Y no puedo hacer otra cosa que mirar a donde ella mira. Unas vidrieras y unos arcos parecen ser el objetivo de su contemplación.
Sigo paseando y salgo a la calle para imbuirme de los aires de la capital. Más tarde, entro en Nôtre Dame, paso por una librería del Barrio Latino para conocer las últimas novedades y tomo el metro Saint Michel para recoger en rue Dareau mi maleta y emprender así el viaje de regreso.
Repaso lo que acabo de vivir en la iglesia de Saint-Eustache. La dinámica que despierta en mí la muchacha se parece a los procesos que ponen en marcha los testigos de la fe. Su forma de vivir es tal que, cuando los ves, te atraen y los miras. Pero no todo acaba aquí. Un buen testigo no es la meta del viaje, sino que te lleva hacia dónde él encuentra la fuente de su contemplación. Primero, veo a la muchacha. Después, dejo de mirarla para dirigir mis ojos a la fuente de su inspiración. Su capacidad de generar interrogantes y de transmitir su experiencia personal me invitan a un proceso de descubrimiento de nuevos valores. Los testigos de la fe actúan de este modo, sin pretenderlo. Basta vivir desde dentro para despertar en los demás el misterio de la existencia. La anécdota es sencilla, pero los mecanismos de fondo son profundos. ¿Cómo mucha gente podrá mirar a Dios si no ve en nuestro rostro una irradiación especial, si la fe no da un brillo de amor a nuestros ojos, si nuestra vida no despierta ningún interrogante? No se trata de hacer teatro, de quedarse en unas muecas estudiadas, sino de transmitir con sencillez y transparencia el fuego de nuestro interior. Un error sería desear que se queden contemplándonos, como si fuéramos el centro. Somos sólo una indicación. Los testigos de la fe lo saben.
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