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La Cuaresma es un tiempo privilegiado de conversión. Una conversión que nos reclama una relectura tridimensional de nuestra vida, la relación con Dios, la relación con nosotros mismos y la relación con los demás. Y tal vez pasa como en los cines que proponen cine 3D, que nos hacen falta unas gafas especiales para ver clara la imagen. Y es que esta tridimensionalidad tiene, ahora, una peculiaridad especialmente significativa y que hay que saber ver y leer: la crisis.

La crisis, en Cuaresma, nos debería permitir la toma de conciencia de que nuestra relación con Dios posiblemente ha tenido déficits importantes. En tiempos de bonanza hemos descuidado fácilmente a Dios, lo hemos marginado u olvidado, cuando no lo hemos declarado inútil. La bonanza nos ha hecho arrogantes, con una autosuficiencia que ahora, con la crisis, se derrumba. Recuperar la pregunta por el sentido, retomar el lazo con el trascendente que todo lo significa, es ahora una tarea importante. Habrá que replantear nuestro lazo con Dios, y hacerlo con sencillez y humildad.
La crisis, esta Cuaresma, también nos debería facilitar la toma de conciencia de que nuestra relación con nosotros mismos ha sido a menudo la del exceso. Durante los últimos años hemos gozado de un bienestar siempre creciente que nos ha llevado fácilmente al abuso. Lejos ha quedado el espíritu de sobriedad, de saber usar de los bienes sin abusar de ellos. Ahora este bienestar peligra, y todos andamos bien preocupados. Es un problema poliédrico que nos supera pero que no nos exime de responsabilidad. Por nuestra parte, cada uno de nosotros debe hacer un esfuerzo de relectura de la relación con los bienes materiales, para distinguir lo que es necesario y lo que es prescindible, lo que nos hace falta y lo que nos obra. Un esfuerzo de austeridad para alcanzar la sobriedad.
Y la crisis nos obliga a tomar conciencia de nuestra relación con los demás, con todos los demás, pero muy especialmente con los más necesitados, aquellos que cada vez son amigos y conocidos, vecinos cercanos y no sólo pueblos lejanos o ciudadanos marginales o marginados. Seguramente los años de riqueza que parecía sin fin nos han hecho mucho más individualistas, insensibles al dolor ajeno, indiferentes al clamor de los pobres. La Cuaresma nos debe ayudar a rehacer tejido interpersonal, a redescubrir que somos humanos entre humanos, un pueblo en la diversidad de razas, lenguas, creencias y condiciones, especialmente cando estas condiciones son de tipo material y dibujan una frontera insalvable entre los opulentos y los atrapados en la pobreza, los que cada vez están más faltos de recursos y de los bienes básicos. Ya no se trata de hacer caridad con lo que nos sobra, se trata de ser caridad con lo que tenemos y tal vez vemos peligrar; se trata de recuperar la certeza de que somos en la medida en que compartimos y nos llevamos los unos a los otros. No hace falta un esfuerzo de generosidad, de solidaridad, de bondad.
Que tengamos una buena Cuaresma!

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