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Por Pere Codina .
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Respuesta al obispo Argüello, portavoz de la Conferencia Episcopal Española (CEE), a propósito de la declaración «Ante las próximas elecciones» publicadas a la revista Ecclesia el día 4 de abril

Están de acuerdo los expertos en comunicación en que la credibilidad de un mensaje está absolutamente condicionada por el «lugar» desde donde se emite el mensaje. Poco importa que el «lugar» se haya elegido intencionadamente o bien sea el resultado de un despiste. Lo mismo da que ese «lugar» sea físico o sea conceptual. Así, un lugar inadecuado hará que no sea creíble, por ejemplo, una proclama de paz hecha desde un tanque o un llamamiento a la austeridad hecha desde el hall de un hotel de cinco estrellas.

Pues es o es lo que pasa con los obispos de la CEE cuando nos hablan de nacionalismos. Las cosas que dicen nos parecerían correctas y razonables, si pudieran ser aisladas del contexto conceptual desde donde las dicen. Pero este contexto, que es el medio natural en que viven, no resulta visible para los que hablan, del mismo modo que el agua no resulta visible para el pez que en ella se mueve. Pero sí lo perciben los destinatarios, que se mueven en un medio diferente. Los obispos hablan desde la situación de privilegio y de hegemonía que les brinda el nacionalismo español, que es un nacionalismo de Estado. Y esto significa que el «púlpito» desde el que hablan, deslegitima y hace no-creíble todo lo que dicen sobre ese tema.

Pasa en los estados plurinacionales que la nación hegemónica que controla el estado y pretende identificarse con él, suele tener tendencias asimiladoras más o menos agresivas —y siempre oficialmente negadas— respecto a los otros pueblos o naciones que la integran: es lo que conocemos como nacionalismo de Estado. Tiene en sus manos el control del poder institucional (y de las cloacas) y el monopolio de la violencia, se puede permitir el lujo de presentarse como normal, natural y neutral, y se puede llamar simplemente «nacional» e incluso «no-nacionalista». En este sentido, la experiencia enseña que quienes comparten este nacionalismo de estado se etiquetan ellos mismos con una gran variedad de denominaciones: patriotas, nacionales, unionistas, constitucionalistas... Se pueden llamar de cualquier manera, menos nacionalistas, porque los nacionalistas... ¡son los otros!

Y ¿de dónde viene el nacionalismo?, nos podemos preguntar. Los teóricos dicen que tiene sus raíces en el romanticismo (con Herder, Fichte, Humbold...) y que ha ido toman formas diferentes con el paso de los tiempos y los cambios geográficos. Algunos sociólogos, en cambio, (Berlin, Grosfoguel...), han analizado casos concretos de nacionalismos y han llegado a la conclusión de que el nacionalismo «es en primer lugar una respuesta a la actitud de agravio o desprecio hacia los valores tradicionales de una sociedad, el resultado de un orgullo herido y de un sentimiento de humillación en sus miembros socialmente más conscientes, que llegado el momento produce rabia y autoafirmación» (Isaiah Berlin). Creemos que este planteamiento es el que mejor explica los nacionalismos que tenemos más cerca.

Explica, en concreto, el nacionalismo catalán: «sus miembros socialmente más conscientes» —que año tras año van siendo más numerosos y más conscientes y más indignados...— quieren hacer frente a una «actitud de agravio o desprecio hacia los valores tradicionales de nuestra sociedad» (lengua, cultura, instituciones, historia...). Todas las protestas institucionales que ha habido a lo largo de los últimos tres siglos (notables, parlamento, cámaras, gobierno...) han tenido siempre idéntica respuesta: o bien el silencio, en el mejor de los casos, o bien un nuevo episodio de represión intensificada (fácilmente documentable).

Pero también explica el nacionalismo español. Porque, mientras nadie pone en peligro la lengua, la historia o la identidad de la nación española, el nacionalismo de Estado guarda sus banderas en el armario: controlando como controla el poder, no necesita defenderse de nada. En todo caso, lo único que le podría inquietar sería que no avanzara suficientemente su espíritu asimilador, aunque eso no pasaría de ser un tema menor de presupuesto. Pero, en cuanto sospecha que está en peligro –no ya la lengua– sino la más mínima conquista territorial o legislativa de esta lengua, o bien cree que no peligra la hegemonía total en alguna zona del territorio estatal, entonces se abren los armarios y la geografía patria se llena de banderas. Y bajo nombres diferentes de camuflaje vuelve a resurgir el latente nacionalismo dominador español, en el que todo el mundo jura y perjura que él no es nacionalista, y que está en contra de los nacionalismos (se entiende: ¡de los otros!). Es lo que estamos viendo estos últimos meses y de una manera especial en tiempo de elecciones.

Con la mejor intención del mundo, que nadie pondrá en duda, los obispos de la CEE —«no-nacionalistas», quede claro— nos van dando periódicamente consejos sensatos a los nacionalistas catalanes para que nos decidamos a superar ese desorden moral que según ellos es (nuestro) nacionalismo. Pero los consejos que nos dan, tienen un resabio de un real paternalismo y de un pretendido universalismo, que no pueden disimular. Nos hablan como si nosotros fuéramos particularistas provincianos y ellos, en cambio, modelos de espíritu universal. Incapaces de discernir su propio españolismo, pero amparados y parapetados en la situación de hegemonía cultural, miran de disimular su propio nacionalismo hasta hacerlo invisible... Pero no lo consiguen.

(Por cierto, si a algún obispo le choca eso de «nacionalismo español» le recomendamos algunas lecturas para iniciarse en la observación: Michael Billig: El nacionalismo banal, Jorge Cagiao: Micronacionalismos. ¿No seremos todos nacionalistas?, Ignacio Sánchez-Cuenca: La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana. O autores como Juan Carlos Moreno Cabrera, o Isidoro Moreno...)

Teniendo presente todo lo dicho, es fácil de entender cómo suenan en Cataluña cada una de las afirmaciones y consejos que el portavoz de la CEE nos dedica en el párrafo n. 7 de su declaración publicada en Ecclesia. Se lo vamos a decir para cada uno de los puntos de reflexión que nos ofrece. (Un feedback, que de eso se trata, nunca está de más.)

«Favorecer la cultura del encuentro»

No hay quien no esté de acuerdo con esta propuesta. Pero es muy probable que no haya acuerdo a la hora de señalar los cambios previos que habría que hacer para que este diálogo fuera posible. Porque el diálogo solo es posible cuando todos los interlocutores se encuentran en un mismo plano de igualdad y de respeto. Esto quiere decir que, para que pueda haber diálogo en plano de igualdad los dialogantes españoles, tienen que tomar conciencia que ellos son tan nacionalistas –si no más– como los dialogantes catalanes.

Hemos de tomar conciencia de que el problema que frena el diálogo no es el de ponernos de acuerdo sobre cuántas sillas tiene que ocupar cada posición. El problema de fondo consiste en el reconociendo de una alteridad y de una igualdad que manu militari han sido negadas «por justo derecho de conquista» a las otras naciones que conviven dentro del estado (y no solo a Cataluña). Y esto es, justamente, lo que el nacionalismo español se niega a admitir.

«El bien que ha supuesto nuestra convivencia de siglos»

Nadie pone en duda que la convivencia de siglos nos haya comportado bienes de todo tipo a unos y a otros. Lo que pasa es que en nuestro balance hay también la columna negativa de los inconvenientes, y ésta pesa bastante más que la primera.

«El llamado ‘derecho a decidir’ no es moralmente legítimo en sí mismo»

Puede que no sea legal, pero ciertamente, es legítimo... porque es en defensa propia y porque lo que hay en juego no es «la voluntad de poder» –de que habla el comunicado– sino sencillamente «la voluntad de ser», de «seguir existiendo». Porque frente a los planteamientos nacionalistas españoles de este último cuarto de siglo, liderados por Aznar con el apoyo de la FAES y el PP y que culminaron con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto (2010), «los miembros socialmente más conscientes» de la Cataluña actual ven el futuro de Cataluña con preocupación.

Reclamamos el derecho a decidir nosotros qué queremos ser y qué queremos hacer. Si toda España tiene derecho a intervenir, y de forma decisiva, sobre nosotros, el resultado será otra cosa muy distinta. Un referéndum solo en Cataluña diría: «Qué queremos ser y hacer». Un referéndum sobre Cataluña en toda España diría: «Qué quieren hacer con nosotros». Y no es lo mismo. El ámbito del referéndum condiciona la pregunta (y el sentido de la respuesta), tanto como la pregunta condiciona el ámbito del referéndum.

Diga lo que diga el Tribunal Constitucional, Cataluña es una nación y según la Doctrina social de la Iglesia toda nación tiene derecho a la existencia y este «derecho a la existencia es ciertamente el presupuesto de los otros derechos de una nación: nadie, pues —ni un Estado, ni otra nación ni ninguna organización internacional— no está nunca legitimado a afirmar que una determinada nación no es digna de existir». (Ni ningún Tribunal Constitucional..., se entiende)

«Ambiente cultural dominado por emociones y sentimientos»

La afirmación del portavoz de los obispos puede ser cierta... pero es imprecisa e insuficiente. Lo que hay en juego es «un orgullo herido y un sentimiento de humillación» (I. Berlin). Unos sentimientos que no son de ahora, sino que vienen de muy lejos. Ahora ha llegado la gota que ha colmado el vaso: se ha intensificado la ofensiva nacionalista española a que nos referíamos en el párrafo anterior. Parece evidente que a los obispos de la CEE no les ha afectado y ni se han enterado y por ello suelen decir que lo nuestro son agravios imaginados... A nosotros, sí nos han afectado, somos conscientes de ello y nos duele. Alguien ha dicho y con razón que la razón última del actual pulso entre el estado español y las instituciones catalanas es éste: «La dignidad herida de un pueblo, frente al orgullo herido de un Estado» ... Ni más ni menos.

¿Y si repasaran los deberes, señores obispos?

Espero que no les diga nada nuevo. Pero me permito de recordarles que, junto con otras Conferencias Episcopales Europeas, el día 22 de abril del año 2001 la CEE firmó la Carta ecuménica. El punto 8.º de esta Carta incluye unos compromisos que una vez firmados, se supone que deben de ser de obligado cumplimiento. El primer compromiso dice concretamente: «Nos comprometemos a oponernos a toda forma de nacionalismo que conduzca a la opresión de otros pueblos y de las minorías nacionales y a abogar por soluciones no violentas». (Por si no lo sabían, esta Carta la pueden encontrar en el web de la misma CEE).

Parece demostrado que los obispos de la CEE se oponen «al» nacionalismo. Pero visto el compromiso que firmaron con la Carta Ecuménica, no parece disparatado preguntarse si no se han equivocado de nacionalismo... porque no está probado que el nacionalismo catalán «lleve a la opresión de otros pueblos y de minorías nacionales»...

Pere Codina Mas

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