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Por Jordi Llisterri i Boix .

Me van a perdonar que me meta en política. Pero una vez más han hablado los obispos.

Las dos veces que el arzobispo de Valladolid, Ricardo Blázquez, ha sido elegido para relevar al cardenal Antonio María Rouco como presidente de la Conferencia Episcopal Española, se ha destacado su perfil moderado. Moderado, entre el episcopado español, significa traducido al lenguaje civil que no es de la derecha más extrema, sino conservador. Pero también sensato y dialogante. Y capaz de escuchar las razones de los demás. En el ámbito catalán, un obispo moderado sería aquel que si aún existiera votaría a la Lliga de Cambó.

Pues este lunes el cardenal Blázquez se ha pronunciado sobre la situación de Cataluña en el discurso de apertura de la Conferencia Episcopal Española. No es un pronunciamiento de la Conferencia Episcopal, sólo un discurso del presidente. Pero precisamente por su carácter dialogante suele ser un discurso que recoge opiniones del resto del episcopado.

La Conferencia Episcopal Española ya habló el pasado 27 de septiembre con una nota de la Comisión Permanente. En el discurso de Blázquez se mantiene el tono acertado de aquella nota, sin pronunciamientos patrios fuera de lugar, pero hay un cambio de acento. Es significativo, además, que no cite la nota de septiembre o "la autoridad" de los obispos catalanes en este tema que por primera vez reconocía un documento oficial de la Conferencia Episcopal.

En septiembre se hacía hincapié en la necesidad de encontrar soluciones a través de un "diálogo, honesto y generoso" y de preservar "los bienes comunes de siglos y los derechos propios de los diferentes pueblos que conforman el Estado". Incluso sin mucho éxito se situó la Iglesia como mediadora. Ahora, la palabra diálogo ha desaparecido, y el acento está en el restablecimiento de la legalidad como vía para lograr la convivencia: "Apoyamos el restablecimiento del orden constitucional, porque es un bien común.". También se valora que "la Declaración de ruptura es un hecho grave y perturbador de nuestra convivencia".

Es decir, se fía la solución del problema a la restauración del orden constitucional. Esto es lo debe que permitir "que las relaciones sociales, eclesiales y familiares afectadas negativamente por estos hechos sean renovadas" y "contribuir a la pacificación personal y social, acentuando particularmente la solidaridad entre todos y (...) destruir muros y tender puentes".

Blázquez, pese a apoyar sin citarlo la aplicación del 155, admite que "el paso del tiempo y la vitalidad de la sociedad fuera mostrando la conveniencia de reformar o añadir aspectos nuevos en la Constitución para que siempre sea actual".

No es el discurso del búnker. Y no es el mismo tono que el de, por ejemplo, el del cardenal Fernando Sebastián en un reciente artículo en Vida Nueva. El cardenal decía que nos llevaba "a todos los catalanes en el corazón" y que "no quería hablar desde posiciones políticas". Pero Sebastián argumentaba que todo era consecuencia del "victimismo" y "egoísmo" intrínseco del nacionalismo, que "hablar del derecho a la autodeterminación es vivir en otro mundo", y que, en definitiva, todo se explica por "la educación y los medios de comunicación, dirigidos y manipulados desde el poder autonómico". Asimismo, aseguraba que la secularización en Cataluña también se explica porque "el independentismo descristianiza y la descristianización favorece el independentismo".

Blázquez ha huido de este tono apocalíptico y tautológico que habíamos escuchado en otros tiempos en la Conferencia Episcopal Española. Lo que dice Blázquez es ciertamente lo que piensa la mayoría de la sociedad española. Y, por tanto, lo que piensan los obispos españoles, aunque muchos se habrían sentido más cómodos con un discurso como el de Fernando Sebastián.

El problema es que en Cataluña no toda la gente lo ven así. Es decir, hay quien ve como base de los hechos que habrían roto la convivencia el quebrantamiento del orden constitucional y la declaración de independencia. También se debería analizar porque se ha llegado hasta aquí; las culpas están repartidas. Pero al mismo tiempo existe la violencia policial del 1 de octubre, la suspensión de facto del autogobierno y el encarcelamiento de los consejeros y de los líderes soberanistas. Son elementos que también han denunciado públicamente algunos de los obispos catalanes y sobre el que se han pronunciado varias entidades de Iglesia, incluso algunas explícitamente contra el 155 que Blázquez defiende. Y, esto, también ha roto la convivencia.

Es decir, el problema del discurso de Blázquez es que, sin ánimos de crispar, olvida un parte del relato que no es menor. En realidad, para una parte de los catalanes -creo que bastante amplia- es el relato mayor, al margen de si están a favor o en contra de la independencia. Puede que no sea lo determinante en el resto de España, pero si en Cataluña la Iglesia quiere ser un agente para rehacer descosidos y promover el entendimiento, no puede obviar esta parte y quedarse en la legalidad.

Una parte de la Iglesia catalana, como Blázquez, se muestra "entristecida por la declaración unilateral de independencia". Cierto. Pero una parte también se muestra entristecida -diría indignada- por la respuesta que ha ofrecido el Estado español. La condena a la violencia policial o la desproporción de la prisión preventiva es un sentimiento ampliamente compartiendo. También en sectores moderados nada sospechosos de ser independentistas, por gente que también piensa que la vía unilateral es un despropósito. Y no hay catalanes entristecidos porque no se ha podido acordar un referéndum con el Estado?

Decía Blázquez: "El ministerio de los obispos y presbíteros está al servicio de la comunión eclesial; y, por ello, también de la convivencia pacífica de los ciudadanos. Nuestra renuncia a la militancia política favorece que nadie se considere extraño a la comunidad cristiana por opciones legítimas". Que nadie se considere extraño dentro de esta comunidad creo que pide que la Iglesia asuma un relato más amplio y que tenga más presente la vivencia de los hechos desde la realidad catalana.

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