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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

Las estrellas Michelin de los restaurantes son una etiqueta que sirve para clasificar restaurantes a tenor de tener una, dos o tres estrellas y para valorar la calidad gastronómica de su oferta. Hecho que tiene incidencia notable en el precio de la carta. La etiqueta es un recurso universal. Los diccionarios suelen atribuir tres significados a la palabra etiqueta: a) ceremoniales que se han de observar en estilos, uso y costumbres siguiendo determinados protocolos; b) pieza de papel, cartón u otro material semejante, generalmente rectangular, que se coloca en un objeto o en una mercancía para identificación, valoración, clasificación, etc., y c) calificación estereotipada y simplificadora, que encasilla o clasifica a alguien. Me concentro en los dos últimos significados.

Primero, el valor identificativo de la etiqueta. En una botella de vino, en una prenda de vestir, en un jardín botánico, en los libros, las etiquetas se utilizan para identificar y definir. Deben ajustarse a la realidad del producto que acompañan. De lo contrario, son fraudulentas y engañan al comprador. Sirven para que las personas podamos desenvolvernos en un mar complejo de ofertas con cierto tino y orientación. Su finalidad es la información precisa, objetiva, clara. Contienen la marca, el precio y, si es el caso, la fecha de caducidad. Los millones de productos que se elaboran internacionalmente requieren métodos de clasificación que eviten malentendidos y confusiones.

Segundo, el uso reductivo y estereotipado de la etiqueta en su aplicación a personas e instituciones. Existe una utilización perversa de la etiqueta como maniobra de reducción. Colgar una etiqueta a una persona o institución pretende reducirla a producto, a realidad simplista y manipulable. Quien coloca la etiqueta se transforma en dominador. Las personas, y las mismas instituciones, trascienden los contornos de las etiquetas y se ven maltratadas cuando se las reduce a ellas. Hay etiquetas que han sido tan trabajadas y machaconamente divulgadas que resulta casi imposible desprenderse de ellas. Esta práctica daña profundamente la convivencia y ataca a la dignidad personal. Las víctimas del etiquetaje lo saben por propia experiencia. El bullying es una muestra más.

Tercero, el poder de las etiquetas. Los medios de comunicación son conductos privilegiados para la creación, difusión y consolidación de etiquetas. Si en un centro hubo un problema, se publica su fachada. Cuando este problema se produce en otras partes, se saca la misma fotografía anterior. Así se consolida la etiqueta con el agravante de crear nuevas víctimas y, a la vez, de perder la globalidad del problema. Simplismo, incapacidad de investigar y de moverse en la complejidad, recrear el chivo expiatorio. Poco profesional. El poder que tienen las etiquetas sirve para destruir al adversario, para aniquilarle, para reducirle a esperpento. Se desconecta de la realidad. Solo queda un relato que al inicio pudo ser cierto, pero que ahora ya es falsedad y mentira. Esta vez los lectores pueden encontrar ejemplos, que no faltan.

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