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Domingo X del tiempo ordinario. Ciclo C.
Barcelona, ​​5 de junio de 2016.

Pocas experiencias hay tan dolorosas en la vida de la persona como la pérdida de un ser querido.
El amor humano no es eterno.
La amistad no es para siempre.
Tarde o temprano llega el momento del adiós.

Y, de repente, todo se hunde.
Impotencia, pena, desconsuelo. Parece que nuestra vida ya no podrá ser nunca más como antes.
Porque, ¿cómo recuperar de nuevo el sentido de la vida frente a la muerte?

Lo primero que hay que tener muy presente es que liberarnos del dolor no significa olvidar la persona amada. ¿Por qué?
Porque de alguna manera esta persona vive en nosotros
–su amor
–su ternura
–su manera de ser nos ha enriquecido a lo largo de los años.

Ahora tenemos que seguir viviendo.
Debemos elegir.
Debemos elegir entre hundirnos en la pena o construir de nuevo la vida; entre sentirnos víctimas o bien mirar hacia adelante con confianza renovada.
El pasado ya no se puede cambiar.
Es nuestra vida de ahora la que podemos transformar.

¡Como ayuda entonces poder comunicar lo que se siente a una persona amiga!
Pero, no es justo torturarnos ahora por los posibles errores cometidos en el pasado. Ya lo sabemos que el amor nunca es perfecto. A veces, no resulta nada fácil recuperarse. La ausencia de la persona amada nos pesa demasiado y la tristeza y el desconsuelo nos pueden.

Este es el momento de ir hacia Dios. Dios no rechaza nuestras quejas. Las entiende.
Dios nos dará la fuerza que necesitamos.
El evangelista San Lucas nos describe hoy una escena que conmueve y que nos invita a despertar nuestra fe.
Al acercarse a un pequeño pueblo, Jesús se encuentra con una viuda que ha perdido su único hijo al que van a enterrar.
Al verla, Jesús se conmueve.
Y de sus labios brotan dos palabras que debemos escuchar desde lo más profundo de nuestro ser como venidas del mismo Dios.

¿Cuáles son estas palabras?
"No llores"
Porque Dios está presente en nuestro luto y nos lo hará más llevadero anticipándonos la victoria definitiva ante el dolor, el sufrimiento y la muerte.
Porque lo definitivo, el punto final no será la muerte
–será la Bienaventuranza
–será el reencuentro con nuestros queridos y entrañables resucitados.

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