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Por Jordi Llisterri i Boix .

Ya me perdonarán que hoy personalice un poco. Los periodistas siempre tenemos el peligro de ser autorreferenciales. Pero esta última semana hemos vivido una intensa experiencia familiar de acompañamiento a la muerte. Ley de vida.

La providencia de la Seguridad Social nos llevó a la Clínica de la Merced de las Hermanas Hospitalarias, las religiosas fundadas por san Benedetto Menni, hermano de San Juan Dios. Este 2014 se cumplen 100 años de la muerte del fundador, que también inició varias obras en Cataluña, como un asilo para niños en Les Corts.

Hemos vivido unos meses de periplos sanitarios. En general, hemos encontrado mucha humanidad. Más de la que encontramos con los paletas del cementerio diciéndonos que nos apresurásemos que ya era la hora de cerrar.

Así, hemos podido conocer en una situación complicada la loable vocación de servicio del personal sanitario. Una experiencia que también me reafirma en el convencimiento de que este país funcionaría mejor si cada seis meses todos pasáramos unas horas en un centro geriátrico o en la sala de espera de un hospital. Allí es donde hay problemas de verdad. Los que no se arreglan con dinero. Se nos pasarían todas las manías y volveríamos a lo esencial.

Y, francamente, el acompañamiento que hemos encontrado con las Hermanas Hospitalarias no lo hemos encontrado en otra parte. Como ocurre en todos estos servicios regentados por la iglesia, el personal ya no son monjas. Pero ellas están allí. En la misma clínica del barrio de Horta de Barcelona tienen una pequeña comunidades de once hermanas. Creo que entre todas deben sumar más de mil años. Pero ellas están allí. "Vaya, vaya tranquilo que nosotros ya estamos aquí para acompañarlo". Ellas, allí.

En nuestro módulo de psicogeriatría había la presencia constante de dos o tres hermanas. Mañana y tarde pasaban a vernos varias veces. Estaban pendientes de los familiares y del enfermo. Acompañado y controlando. Y si algo no veían bien, enseguida daban las instrucciones para solucionarlo. No era necesario pedir nada porque ellas ya estaban allí. Un actitud que además han sabido transmitir a todo el personal del centro. Evidentemente, al personal sanitario. Pero incluso la señora que limpiaba cuando pasaba por la habitación interesaba por cómo iban las cosas y por cómo estábamos. No hacen un trabajo, hacen un servicio. Admirable, porque la rutina del contacto diario con el sufrimiento facilita mucho despersonalizar -deshumanizar-.

Y sin querer personalizar: la hermana Cruz. Sorda como una tapia, como me advirtió sólo saludarme. Y tan joven como las demás. Pero allí estaba, con un montón de años, menuda y muy activa. Una sordera y una edad que no la limitaba, sino que creo que favorecía una tierna relación con los mayores enfermos. Personas a las que ya ha abandonado la diosa razón. I allí estaba la hermana cada mediodía y cada noche ayudando a dar las comidas a los ancianos. Si que un dia no estaba cuando llegué; la encontre cuando salia que se iba a confesar.

Iba pasando por la habitación rezando padrenuestros, ofreciendo apoyo y, si querías, conversación. "Usted cree?" Me preguntó. "Pues rece, rece para que nos envíen más trabajadores para la viña". Pues, ya ven. Recen. Recen por las vocaciones. Porque esta vida totalmente dedicada a los demás con amor gratuito de las hermanas hospitalarias no la sustituye ninguno de los milagrosos avances científicos que nos maravillan cada día. Cuando seamos viejos y no estén allí, las echaremos de menos.

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