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Por Jordi Llisterri i Boix .

Ya me perdonarán que no me centre en la dimensión pastoral de la trayectoria del obispo Ramon Malla. Uno de los motivos es que creo que está muy equilibradamente explicada en el obituario que ha publicado el obispado de Lleida. Recoge muy bien el talante pastoral de Malla y de la generación episcopal que aplicó el Vaticano II en las diócesis catalanas, que culmina con el Concilio Provincial Tarraconense de 1995 en el que también participó. Y en el que todo hizo participar su diócesis.

Malla es uno de ejemplos visibles de lo que significó la campaña "Volem bisbes catalans" ["Queremos obispos catalanes"] cuando precisamente ha muerto la misma semana que uno de sus principales impulsores, Albert Manent. Lejos de la manera que se ha presentado alguna vez, la idea de fondo de la campaña no era identitaria o política. "Volem bisbes catalans" expresaba la necesidad de obispos cercanos a la comunidad que debían pastorear, y de renovar un episcopado que había sido escogido per ejercer simplemente como brazo eclesiástico del régimen franquista. En el caso de Lleida, Aurelio del Pino, que hablaba de Franco como "el dedo de Dios", era de los ejemplos que más clamorosos.

Malla en Lleida, Josep Pont i Gol en Tarragona, Narcís Jubany en Girona antes de llegar a Barcelona y ser relevado por Jaume Camprondon, Ramon Masnou en Vic, Joan Martí Alanis en Urgell... son algunos nombramientos de finales de los años 60 y principios de los 70 en Cataluña que comportó la Iglesia dialogante de Pablo VI. Y que emprendieron una dinámica de trabajo conjunto entre los obispados catalanes que aún perdura hoy.

Eran obispos formados en los seminarios catalanes, conocedores del país, y con un talante renovador montiniano, que con los nuevos aires que trajo Juan Pablo II ya no ascendieron. En la nueva etapa, los hijos de la campaña "Volem bisbes catalans" se quedaron donde habían llegado. "Las viudas", era como se les conocía.

Pero además de este trance, Malla padeció uno más grave. La segregació de las parroquias aragonesas de la Franja que durante siglos habían formado parte fundacional del obispado de Lleida. A pesar del nexo secular, cultural, lingüístico y social de este territorio con la capital ilerdense, en junio de 1995 se anunció que la mitad del territorio del obispado de Lleida y un tercio de sus habitantes pasaban a depender de la diócesis de Barbastro.

La excusa era que había que adaptar los límites diocesanos de Cataluña a la nueva configuración autonómica. Una excusa de mal pagador teniendo en cuenta que veinte años después no esto no se ha hecho en muchos otros obispados de España que por cuestiones históricas sus límites no responden al ordenamiento jurídico actual.

Es cierto que algunos sectores aragonesistas de la Franja promovían esta segregación. Pero no era un sentimiento mayoritario. Y el mismo obispo Malla siempre había sido muy cuidadoso en el respeto a esta doble realidad del obispado, por ejemplo, con el nombramiento de los rectores de las parroquias de la Franja. Por eso creo que todavía le dolió más perder media diócesis al final de su mandato, porque no era ni justo ni necesario.

A El Complot, uno de los libros más documentados sobre esta segregación por decreto y del consecuente litigio sobre las obras de arte que se abrió posteriormente, Malla dice con impotencia que "la lucha era inútil". Y suelta una constatación que debería estar enmarcada en todos los laboratorios de ideas y estrategia de la Iglesia en Cataluña: "En Roma tienen un montón de papeles de dos metros contra Cataluña y un sólo veinte centímetros a favor". Esto es lo que sufrió un buen hombre como el obispo Malla.

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