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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
Mientras las botas de los soldados rusos resuenan en la península de Crimea, una sesión de estudio con cinco maristas catalanes me ha llevado hasta Karcag, Hungría. Un país que sabe por experiencia propia cómo se las gastan los colonizadores. Tengo grabados en la memoria dos recuerdos de mi infancia relacionados con la tierra magiar. Los dos me impresionaron. Los dos me indignaron. Tenía ocho años cuando los tanques soviéticos irrumpieron en las calles de Budapest para acallar los gritos de libertad, iniciados por grupos de estudiantes. Las aguas del Danubio recogían las lágrimas de dolor y de impotencia de los ciudadanos húngaros. Buda contemplaba la silueta del Parlamento consciente de una democracia imposible. Pest alzaba su mirada para atisbar signos de resistencia de un Gobierno que perdía su poder bajo una lluvia de balas asesinas. Años antes, en 1948, el cardenal Mindszenty, una figura carismática, sufrió torturas para obligarle a la renuncia. Todo valía para destruir al hombre. Sólo consiguieron engrandecerlo. Se convirtió en un símbolo de resistencia. La revolución húngara le devolvió a Budapest, donde su voz clamó en favor de la libertad. Pero el fracaso, saldado con miles de muertos en un contexto de violencia y opresión, le encaminó a la embajada de los Estados Unidos, donde permaneció diez años. En aquella época el régimen franquista aprovecharía la coyuntura para avalar sus tesis anticomunistas. Pero los rusos no necesitaban ayuda ajena para ganarse el descrédito y el rechazo.
Acabada la sesión de estudio, he tenido tiempo justo, pero suficiente, para acercarme al escenario de estos dos hechos. Budapest y Esztergom. El Danubio divide a la capital en dos partes, que pueden contemplarse con admiración. He llegado a imaginarme la irrupción de los tanques en las calles. Pueden segarse las vidas, pero la dignidad de un pueblo entronca con su aspiración a la libertad. El imperialismo, en cambio, se nutre de sus ansias de poder a costa de los demás y en contra de su voluntad. Las fronteras son las cicatrices de la historia. Esztergom, con una historia multisecular agitada y principal, acoge la catedral de Sta. María de la Asunción y san Adalbertsan Adalberto, «cabeza, madre y maestra de la Iglesia húngara». En su cripta se encuentra la tumba del cardenal Mindszenty. Dos fotos recuerdan la visita del papa Juan Pablo II al mausoleo. Desde su espléndida cúpula, se divisa una vista espectacular. A la otra parte del río, las tierras eslovacas sirven de mirador en la noche para contemplar el edificio iluminado.
Los cinco maristas catalanes dirigen en Karcag el centro «Szent Pál Marista Általános Iskola», una escuela destinada a gitanos. En Esztergom, «A Mi Házunk», una obra social también para el mismo colectivo. Los cinco rezan comunitariamente en húngaro, idioma de gran complejidad. Cuando alguien ama a un pueblo, ama a su lengua. Una presencia de fraternidad y evangelio que suscita admiración por su entrega y sencillez.
Grupos

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