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El pasado viernes, Justicia y Paz fuimos invitados al Parlament de Catalunya para ofrecer nuestro punto de vista sobre la economía mundial y la crisis. Expusimos algunas de las principales afirmaciones tradicionales de la doctrina social de la Iglesia sobre la economía, pero también los posicionamientos más recientes sobre la crisis económica y financiera.

Cabe decir que es una doctrina cada vez más desarrollada y concreta, que formula unos juicios cada vez más críticos sobre el actual (des)orden económico mundial. Entre los textos más recientes, destacan documentos como la encíclica Caritas in Veritate y otros mensajes de Benedicto XVI, así como distintos discursos del Papa Francisco. Pero también hay que señalar los importantes posicionamientos del Consejo Pontificio de Justicia y Paz y otros organismos católicos internacionales o los mensajes de diferentes conferencias episcopales regionales y nacionales.

En síntesis, podríamos decir que se trata de un discurso que reclama una vuelco de los fundamentos ideológicos, las estructuras, las políticas y los comportamientos dominantes en el funcionamiento de la economía actual. El Papa Francisco ha formulado en palabras plásticas y directas la visión de la Iglesia sobre el actual modelo económico: "La crisis es resultado de un capitalismo salvaje dominado por lógica del beneficio a cualquier precio".

Ya Benedicto XVI, en la Caritas in Veritate señaló con absoluta claridad que la crisis tiene como fondo una ideología individualista y utilitarista , que se ha revelado en comportamientos de egoísmo, de codicia individual y colectiva, de acaparamiento de bienes a gran escala, generadores de graves desigualdades mundiales. El Consejo Pontificio de Justicia y Paz profundizó este análisis en un documento de noviembre de 2011 situando el origen de la crisis en la tendencia de liberalización, desregulación y eliminación de controles de las finanzas , iniciada en los años 90, que generó una expansión desmedida de la liquidez y el crédito generadores de las bien conocidas burbujas especulativas (especialmente la inmobiliaria ). Al estallar estas burbujas, se generó una grave crisis de solvencia y confianza y , como consecuencia, un caída de la producción y una destrucción masiva de puestos de trabajo. Para el Consejo Pontificio, la crisis es un efecto de un capitalismo financiero especulativo, desregulado y autorreferencial, orientado a la ganancia a corto plazo, dirigido por la avaricia y desconectado de la economía real productiva.

Ante el desorden económico y financiero, la doctrina social de la Iglesia reclama un cambio radical. Las finanzas y la economía deben ser nuevamente reencaminadas a sus fines, es decir a proteger y promover la dignidad y el bienestar de las personas. Es necesario un nuevo y sólido orden jurídico internacional en materia económica y financiera, que asegure que el funcionamiento de la economía sirva realmente al bien común , es decir al desarrollo humano integral de todas las personas. Un nuevo orden que asegure la primacía de la política y, por tanto, de la ética, por encima de la economía. En definitiva, repensar radicalmente el capitalismo contemporáneo, especialmente el que tiene que ver con las finanzas especulativas y desreguladas.

La primera y principal exigencia es la implantación progresiva de una autoridad política mundial, superior a los estados. Y es que ya nadie puede negar que en el contexto de una creciente globalización, los gobiernos individualmente ya no son capaces de afrontar adecuadamente la complejidad de los problemas y los retos que vive la humanidad. Es necesaria una autoridad mundial constituida de mutuo acuerdo, sobre la base de la representatividad y la división de poderes, fundamentada en la razón moral, regida por el derecho, de carácter democrático y participativo, vinculada al principio de subsidiariedad y articulada en distintos niveles, que cedan el espacio correspondiente a las instituciones políticas regionales, estatales y subestatales.

Esta autoridad debería desarrollar un gobierno mundial de las finanzas, mediante la reforma de las actuales instituciones financieras internacionales y avanzar hacia una una especie de banco central mundial, que regule el flujo monetario internacional y frene la especulación. Este gobierno debería sujetar las finanzas mundiales a la economía productiva, sometiéndolas a regulaciones y controles de organismos supervisores de carácter global y desarrollar un cuerpo normativo internacional que garantice mercados libres, estables, transparentes y funcionales para la economía real, para la creación de trabajo digno, para las empresas, para las familias, para las comunidades locales y, en definitiva, las exigencias de la justicia.

Para la doctrina social de la Iglesia, la crisis ha mostrado, en último término, la insuficiencia de una economía que tenga como motor básico el afán de lucro y como único horizonte el mero crecimiento material. Es hora de dotar de mayor peso a todas las formas y estructuras económicas que, en lugar de buscar la ganancia, se orientan por la única finalidad de contribuir a necesidades sociales y al bien común. Es la hora de promover con la máxima decisión todas aquellas fórmulas de actividad económica basadas en el compartir y en la lógica del don, de la gratuidad, del servicio.

Asimismo, la doctrina social de la Iglesia hace un llamamiento a preservar y globalizar un modelo de economía social y de democracia económica. Así lo ha afirmado también precisamente la Comisión de Conferencias Episcopales de la Unión Europea, en un interesante documento publicado en febrero de 2012. El mercado libre, nos recuerdan los obispos europeos, no puede por sí solo aportar determinados bienes y servicios, como la sanidad, la educación y la vivienda, de modo que resulta irrenunciable la intervención del Estado, como también lo es la aportación de asociaciones voluntarias e iniciativas privadas de solidaridad. Y afirman los obispos europeos la necesidad de protegernos de la intrusión y la dominación del mercado y su lógica en todos los ámbitos de la vida. El Estado tiene la obligación de garantizar unos tiempos y unos espacios de vida al margen del mercado, introducir todas las restricciones que sean necesarias para evitar perjuicios para la vida social y garantizar el acceso al trabajo y un estándar de vida digna para a todos los ciudadanos.

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