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Hace unas semanas, en un seminario de la Fundación Joan Maragall, el profesor Ignasi Boada nos dio unas cifras que sencillamente encuentro escalofriantes y fuera de toda lógica: "el 0,00003% de la humanidad tiene el 40% de la riqueza; dicho de otro modo, las 225 personas más ricas del mundo poseen tanto como el 47% de la humanidad (2.820 millones de personas) ". Además, añadía, el dinero escondidos en paradisos fiscales representan ya una cantidad similar al PIB de Estados Unidos y Japón juntos.

La desigualdad creciente, incluso estimulada desde ciertas posiciones ideológicas, es el verdadero desafío y escándalo de nuestro mundo y, desgraciadamente, parece incrementarse en todas partes. Este proceso se produce en Europa y Estados Unidos, con un deterioro de las clases medias y la primacía de un modelo económico que se nutre de una fuerza de trabajo -especialmente en el sector servicios- con una retribución casi de supervivencia. En los países ahora llamado "emergentes", y hasta hace relativamente poco "del tercer mundo", la estabilidad política y el crecimiento sostenido de los últimos diez años se ha concretado en el desarrollo de unas élites que se han enriquecido mucho con un pueblo que continúa en el umbral de la pobreza más grande. Por otro lado, con el neoliberalismo radical de los años 90 y los fenómenos de corrupción de las instituciones y actores políticos, los poderes públicos, los estados, la política democrática parecen haber perdido la credibilidad necesaria para convertirse en los mecanismos legítimos de redistribución de la riqueza y la provisión de los servicios indispensables para la cohesión social y la indispensable movilidad.

Desde hace más de veinte años, muchos han pensado que la alternativa pasaba por reivindicar menos Estado y más mercado, libre y sin regulación. Si ya hace unos años se cayó y desmenuzó en la nada la famosa tesis del "fin de la historia" de Fukoyama, ahora, parece también que se hunde el espejismo de Von Hayek cuando defendía la superioridad intrínseca del capitalismo y la libertad que este habría llevado a los individuos. Una libertad con tantos desequilibrios y tensiones sociales sólo podrá llevarnos nuevamente a nuevos escenarios de confrontación social, de aumento de la violencia y de nuevos estallidos.

Las desigualdades, además, ahora son más visibles. La televisión y las redes nos acercan, a veces ostentosamente, al lujo y la riqueza de unos pocos en un mundo cada vez más empobrecido. Las islas de riqueza en un entorno de pobreza creciente no podrán mantenerse.

Nuevamente emerge la justicia como exigencia moral -y política-indispensable e indisociable de la libertad. Sin justicia, no será nunca posible la libertad.

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