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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
Los versos de un poeta, a menudo, permiten intuir más sobre una realidad que sesudos argumentos. La estrofa LVIII de los Proverbios y cantares de Antonio Machado: «Creí mi hogar apagado y revolví la ceniza… Me quemé la mano» nos ilumina la celebración de la Jornada Mundial de la Vida Consagrada que se celebra anualmente el día 2 de febrero.
Hoy parece que las monjas, los monjes, las religiosas, los religiosos, las personas consagradas que viven diversos estilos de vida y carismas… son un hogar apagado en los países europeos. Valoración para nada extensible a otros continentes. Las estadísticas son demoledoras. Señalan un pasado numeroso hacia un futuro crepuscular. Los seminarios están (casi) vacíos. Las nuevas generaciones se plantean su vida desde otras ópticas. La vocación se ha secularizado y el plan de Dios queda relegado. Todavía permanecen las estructuras de una época áurea, pero el vacío se incrementa a marchas forzadas. Valerosos analistas esgrimen todo tipo de teorías para explicar el fenómeno. Los radicales, que lo tienen todo claro y que nunca dudan de nada, piensan que retornando al pasado se recuperaría su esplendor. Por esto ponen el acento continuamente en vestir el hábito y en algún tipo de prácticas, que dan seguridad, pero tampoco mejores resultados. La vuelta a las fuentes del Concilio Vaticano II es otra cosa: representa una marcha hacia la raíz, que muchos confunden como un regreso al pasado. Incluso algunas jerarquías eclesiales no siempre valoran en toda su dimensión eclesial el sentido profético de la vida consagrada. En otras partes, la quieren salvar dividiéndola. Una mirada hacia el propio entorno descubriría que los templos no se llenan y que las pirámides de edad del clero diocesano son progresivamente más altas. No todas las comunidades cristianas pueden gozar, en este momento, de un servicio sacerdotal para sus eucaristías. No se trata de contraponer, sino de observar que las cenizas son más extensas de lo que solemos imaginar.
Si alguien hoy en día, con honestidad y transparencia, quiere revolver las cenizas de la vida consagrada se va a quemar las manos. Porque hay fuego. Se trata del fuego de la esperanza en Dios, donde la fragilidad humana es palpable. El fuego del amor al prójimo, en servicios silenciosos e innumerables hacia las personas que sufren. Se van abandonando los puestos de relumbrón, pero no se renuncia a la tarea. Las personas consagradas creen en Dios y son testigos de la fe con el ejemplo de su vida. Han perdido brillo social, pero mantienen profundas sus convicciones. Como cantan las monjas americanas, cuando alguien llegó a dudar de su respuesta generosa: «El amor no puede ser silenciado.» Estamos en las manos de Dios y no sabemos lo que nos pasa, pero bajo las cenizas hay un fuego que quema.
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