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(Josep Maria Rovira Belloso) Desde hace mucho tiempo la frase bíblica que más me afecta en la Pascua es la de Colosenses 3, 3: "Su vida está escondida en Dios con Cristo".

Lo entiendo así: Cristo, en la Cruz, subió hasta el Padre, pero con todos nosotros: Está con Dios Padre y con nosotros. O, como dice el mismo san Juan: "Aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí" (Juan 14, 20). Es la comunión de nosotros con el Padre y con el Hijo, en un mismo Espíritu de Verdad y de Amor.

Por eso, hoy te dicen para felicitarte: nosotros también hemos resucitado. Empezamos aquí en la tierra a vivir la vida de Jesús que comparte la vida de Dios. Pero Jesús no se guarda la vida de Dios para él solo: "Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Juan 12, 32).

Hemos sido atraídos por Cristo. Todos. Cuando me da vueltas la cabeza y me silban los oídos como si alguien me dijera que el mundo tiene razón, dejo que Cristo venga a atraerme, y Cristo se me presenta todavía mucho más razonable que el mundo: con la razón de quien sabe amar, y del que ha hecho de su vida el arte de amar.

Tal vez sea el mismo Cristo quien atrae mi mente hacia el cincuentenario del Concilio Vaticano II, ya que tengo el deseo de decir verdades constructivas en la ponencia que me han invitado a hacer esta primera semana de Pascua. Ponencia ya terminada, pero que me parece pobre e imperfecta. Por eso quisiera suplicar a Dios en esta Pascua porque Él sabe lo que es mejor para su Iglesia y nos ha dicho "pedid y se os dará". Rezo.

Para que la Iglesia revita siempre al Evangelio de Jesucristo y a la vida de Jesucristo. Esta es la verdad de aquel principio que dice: "la Iglesia debe renovarse siempre": se debe reformar según el Evangelio.

Para que se crean espacios de reconciliación, de encuentro, de tolerancia mutua, de no buscar "enemigos" que tienen la culpa de todo: integristas o progresistas. La renovación de la Iglesia es el Espíritu de Jesucristo y del Padre quien la hace,con nosotros. Cada uno de nosotros tenemos la parte que nos corresponde en la falta debida a nuestra intransigencia o nuestro orgullo.

Me parece que el eje vertebrador del Concilio es la Palabra de Dios en nosotros. Hay que devolver el Evangelio al Pueblo de Dios. Nosotros escuchamos la Palabra y la ponemos en práctica con el amor fraterno.

Yo no puedo organizar la diócesis pero puedo hacer un pequeño grupo de "lección divina" que escuche el Evangelio, lo aplique en uno mismo, suplique a Dios y contemple con gozo la Palabra. Así, lo que empieza en mi corazón se hace presente en el mundo.

Os suplico Señor que con un Vaticano III o con un Jerusalén II, o con la participación alegre y llena de paciencia y de amor de todo el Pueblo de Dios, podamos vivir una larga temporada no de turbulencia, "como de combate naval" después del Concilio de Nicea (san Basilio), sino de humildad y de alegría para que los cristianos nos dejamos atraer por Cristo humilde y glorioso en su Muerte y Resurrección. Amen.

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