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La ciudadanía catalana está a punto de ser llamada nuevamente a las urnas. Y todo parece indicar que en esta ocasión tendrá que pronunciarse con claridad sobre el estatuto jurídico de Cataluña y sus relaciones con el Estado español. En consecuencia, hemos entrado en una dinámica política altamente compleja, de resultados inciertos y donde se pueden dar (ojalá no sea así) situaciones peligrosas para la convivencia.

Aunque tengo mi opinión personal, no quiero aquí analizar ni valorar esta situación, ni sus causas, ni formular ningún pronóstico.

Lo que quiero aquí es expresar mi convicción de que la Iglesia catalana, dado su importante peso social, inevitablemente está llamada a jugar un papel importante en este nuevo escenario. No puede permanecer como simple espectadora. Desde los obispos y altos responsables, pasando por sus múltiples comunidades, congregaciones, instituciones y movimientos hasta llegar a último cristiano, tenemos una gran responsabilidad en estas nuevas e inciertas circunstancias.

Esta responsabilidad deriva justamente de la necesidad de la Iglesia de ser fiel a su identidad y misión evangelizadora de la realidad social y de su vocación de servicio a nuestro país, subrayada precisamente por los obispos catalanes en su reciente documento "Al servicio del nuestro pueblo ". Por tanto, no es una responsabilidad de orden político, sino ético y pastoral.

Creo sinceramente que este nuevo escenario pide a la Iglesia un papel activo, públicamente y también, cuando sea necesario, discretamente, para defender y promover, dentro y fuera de Cataluña, conjuntamente con la Iglesia española, el respeto en todo momento de principios éticos fundamentales y que han sido expresados ​​por el pensamiento social de la Iglesia: la democracia, el diálogo y la voluntad de acuerdo como formas de resolución de conflictos, el deber de todos (especialmente los gobernantes) de favorecer siempre el bien común como objetivo, la justicia social, los derechos humanos, la atención a los más vulnerables y el respeto de las minorías como base irrenunciable de cualquier solución política, el rechazo de toda actitud dirigida a atizar la división social o basada en el desprecio a la verdad, la agresividad, la amenaza o, por supuesto, la violencia, vengan de donde vengan.

Además, creo que también debería defender de forma oportuna, en caso de que sea negado, el respeto por parte de los Estados del derecho de toda nación, como lo es Cataluña (condición nacional que subrayaron pedagógicamente nuestros obispos en el documento "Raíces cristianas de Cataluña ", 1985)," a su autodeterminación y a su libre cooperación en vistas del bien común superior ", y particularmente" el derecho a su existencia "y, si ésta fuera su voluntad inequívoca," el derecho a la independencia "(tal y como recoge el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 157). Al mismo tiempo, defender que se respete la decisión que tome, de forma clara y democrática, el pueblo de Cataluña, sea cual sea, que ésta se materialice desde el diálogo y la negociación y que, en cualquier caso, no impida el mantenimiento de relaciones fraternas de buena convivencia y estrecha colaboración con el resto de pueblos de España.

Simultáneamente, creo que la Iglesia y sus instituciones (al margen de la opción personal de cada cristiano), debe ser absolutamente neutral en cuanto a todas las legítimas opciones partidistas o ciudadanas en este debate. Solamente así podrá mantener su autoridad moral, su labor misional y su capacidad de contribuir a la resolución de los conflictos que se puedan producir, y ser un espacio de encuentro y diálogo abierto a todos.

Finalmente, no menos importante, creo que la Iglesia debe intensificar su oración para pedir que los futuros acontecimientos políticos favorezcan el bien común, la verdad, la justicia y la paz.

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