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Desde mediados de los años noventa, el Código Penal español avanza rápidamente hacia la Edad Media, un tiempo en el que la justicia penal se caracterizaba por la arbitrariedad y el objetivo de eliminar cruelmente personas consideradas socialmente indeseables.

El Gobierno del Sr. Rajoy (como han hecho todos los gobiernos anteriores sin excepción) acaba de dar un paso más en esta dirección, con una nueva reforma penal que no puede evitar la sospecha del populismo. Es sabido que el populismo punitivo busca obtener el apoyo público a costa de endurecer las penas de prisión, bajo el doble error de que la ley vigente es demasiado blanda y que endurecerla es la forma más eficaz de prevenir y combatir el delito.

La nueva reforma reintroduce en España la prisión perpetua o indefinida (ahora con el nombre de "permanente"), un pena que había sido abolida al llegar la democracia. Al mismo tiempo, introduce el denominado periodo de "custodia" de hasta 10 años, adicionales a la pena, para los condenados considerados peligrosos.

La prisión permanente es una pena cruel, inhumana, degradante, innecesaria, inconstitucional y, en consecuencia, inmoral.

Es cruel e inhumana porque impone un sufrimiento terrible a un ser humano, le aparta definitivamente de la sociedad, le somete a un aislamiento que destruye su condición de ser relacional y agrede profunda e irreversiblemente su salud mental, física, espiritual y su dignidad moral. La prisión de por vida desprecia la condición siempre perfectible del ser humano y la posibilidad del perdón. No se puede negar nunca a priori la posibilidad de que cualquier ser humano se transforme interiormente para arrepentirse, reparar el daño causado y abrirse a amar.

Por todo ello, la prisión permanente es inconstitucional, ya que infringe la prohibición de penas inhumanas o degradantes (art. 15 Const.) y la exigencia de que las penas se orienten a la reinserción social del condenado (art. 25.2 Const.), un principio básico de humanidad y de justicia social. Encarcelar de por vida significa renunciar oficialmente a la reinserción.

El hecho de que sea "revisable", es decir, que se pueda dejar sin efecto en determinadas condiciones, no elimina su crueldad ni su inhumanidad, ya que no impide que pueda ser mantenida prácticamente hasta el final de la vida. Obtener la libertad quedará pendiente de una decisión sobre la personalidad del penado (no sobre el delito cometido), o sea un juicio moral subjetivo, sometido a todo tipo de presiones e intereses sociales y políticos, y que se convertirá fácilmente (e inevitablemente) en un juicio arbitrario. La decisión de liberar ya no se basará sobre la verdad de un hecho del pasado (delito cometido) sino una hipótesis (¿apuesta?) sobre la reincidencia futura o un juicio subjetivo sobre la moralidad de la persona o una respuesta política a las demandas de las víctimas o de la opinión pública.

La conducta de la persona es imposible preveerla a priori (porque juega la libertad) y, por tanto, cualquier hipótesis de comportamientos futuros quedará carente de toda base científica objetiva. Esta arbitrariedad es también la que conllevará la nueva medida de custodia de diez años de prisión.

Pero es también una pena y un sufrimiento socialmente innecesario, porque su previsión legal y su imposición no tienen más efectos preventivos del delito que la imposición de penas graves de duración determinada como las que prevé ahora la ley vigente, que pueden llegar hasta cuarenta años de prisión.

Por todas estas razones, la Iglesia debe hacer oír su voz contra este grave error político. La doctrina social de la Iglesia hace mucho tiempo que afirma con claridad que las penas "deben orientarse a la reinserción de las personas condenadas y a promover una justicia reconciliadora capaz de restaurar las relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal" y nunca deben "privar definitivamente al condenado de la posibilidad de redimirse"(Compendio Doctrina Social de la Iglesia, n. 403. 405).

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