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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
La independencia política, vista desde Cataluña, ha dejado de ser el sueño de unas minorías para abrirse como posibilidad a todo el colectivo ciudadano y como deseo a un porcentaje cada vez mayor de la población. La postura ante el pacto fiscal, las posturas enconadas, el expolio permanente, la solidaridad hasta la extenuación, la nula aceptación de la diversidad lingüística, el retorno a la visión uniforme con la excusa de la crisis, el escaso poder político… están propiciando horizontes nuevos al independentismo. Los partidos catalanes de rango estatal, en contra de la que sucede en otras partes de España (Euskadi, Andalucia, Navarra…), dan prioridad a su adcripción política por encima de Cataluña. La independencia normalmente ha sido el resultado de violencia histórica. En algunas ocasiones, se ha realizado de manera pactada, como sucedió entre Chequia y Eslovaquia. Pero todo el mundo sabe que las fronteras son las cicatrices de la historia. Nada es fácil. Una nueva realidad no significa el fin de los problemas, pero sería la expresión de la voluntad ciudadana de un país. Los intereses son múltiples y la realidad es compleja. Una decisión de esta envergadura corresponde a la sociedad. Montreal es un ejemplo, Escocia puede ser otro. También existe el ejercicio del poder hegemónico en un país, como China que anexiona el Tíbet, considerada posesión suya, sin el mínimo respeto a sus derechos.
Desde la óptica cristiana, qué pensar de la independencia política. Hay argumentos para todos los gustos. El cardenal Antonio Cañizares, entrevistado poco después del V Encuentro Mundial de las Familias (Valencia, 2006), respondió a una pregunta sobre la unidad de España: «Si España se disgrega, si España se fragmenta, si España se "de-construye", tendrá que buscar otras raíces, otros fundamentos para esa construcción de la nueva España o de lo que sea. Entonces las comunidades que pidan una especie de autodeterminación o una autodeterminación plena, tendrán que buscar unas señas de identidad que ya no será la identidad cristiana, esa identidad que ha unido a todos los pueblos de España a raíz del tercer Concilio de Toledo, con San Leandro, en el siglo VI. Tendrán que buscar algo que sea diferenciador, que ciertamente no podrá ser la fe, no podrá ser la raíz cristiana, pues éste será siempre un factor unificador.» El cristianismo puede ser el elemento configurador de un país, pero la fragmentación del mismo puede conservarse en las nuevas partes, tal como recoge la expresión «Catalunya Cristiana». La situación actual, con su transversalidad, está planteando nuevos retos. Por otra parte, el historiador David A. Brading, profesor de las Universidades de Cambridge y Berkeley, considerado como el mayor experto vivo sobre el México colonial, afirmó en una conferencia (Querétaro, 2009) que «no es posible entender el proceso de independencia de México sin el cristianismo». Se apela al cristianismo, en el primer caso, para unir; en el segundo, para independizarse. Quizás habrá que buscar la respuestas en otra parte. Ciertamente el cristianismo tiene mucho que decir sobre convivencia, respeto a los derechos de los pueblos, libertad ciudadana, abstención de la violencia…, pero existe el riesgo de utilizarlo en exceso.
La Iglesia católica es universal y diocesana. Las conferencias episcopales se adecúan a la realidad de los estados, por esto se adaptan a estructuras que ellas no han construido. Si Cataluña se independizara, la Conferencia Episcopal Tarraconense tendría personalidad propia. Con más ventajas que problemas.
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