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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
La próxima festividad de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo recuerda anualmente un tema importante: el cuerpo humano. El dogma se proclamó después de la II Guerra Mundial, durante la cual el cuerpo humano fue objeto de torturas, maltratos, experimentación, abuso… Este dogma, que podría parecer prescindible, tiene una fuerza y una actualidad extraordinarias.
La visión evangélica del cuerpo humano se mueve entre dos extremos, que simbolizo en la reencarnación y la lujuria. Un fabricante de productos de alimentación ha realizado una incisiva campaña de publicidad preguntándose sobre la reencarnación y respondiendo: “Nunca se sabe lo que vas a ser en la próxima vida, aprovecha bien ésta”. En la reencarnación, lo único importante es el alma, que pasa de un cuerpo a otro. Los pensadores antiguos le daban el nombre de “metempsícosis” o transmigración de las almas. La persona es alma y el cuerpo es su cárcel. Esta visión negativa ha sido transmitida a través de los siglos. Las variantes neoplatónicas han considerado la materia como un alejamiento de las ideas esenciales. La visión negativa del cuerpo ha sido una constante histórica, que ha contaminado al mismo cristianismo. En el otro extremo, el cuerpo ha sido secuestrado por la lujuria, la gula y la vanidad, elevándolo a categoría de ídolo. Ya no importa salvar el alma, sino adorar al cuerpo. No importa la salud, sino la imagen. Las decisiones se remiten al cuerpo: “El cuerpo me lo pide”. La lujuria apunta a desorden y demasía. La ley del péndulo, que bascula de la posición opuesta hacia un nuevo extremo. La adicción sexual, como puede verse bien descrita en la película Shame, aleja del placer y genera soledad.
¿En qué consiste, entonces, la visión evangélica? Primero, en una valoración profunda del cuerpo humano. Jesús se encarna en un cuerpo real, no como decían los docetas en un cuerpo aparente e ilusorio. En su memorial, se proclama: “Esto es mi cuerpo”. Tras la muerte, existe la resurrección corporal. Segundo, la misión de Jesús y los milagros que realiza van dirigidos al bien de la persona, pero muchos veces empieza por curar a los enfermos, atender su cuerpo, alejar las enfermedades. Tercero, cuerpo y alma se integran en la realidad única de la persona humana. No hay condena del sexo, sino integración en el amor. No hay condena del placer, sino integración en la entrega compartida. Cuarto, la solidaridad internacional no puede permitir que en un mundo con tantos recursos haya gente que se muera de hambre o de enfermedades curables. Quinto, los criterios de valoración en el juicio final son muy claros y con un fuerte acento en lo corporal: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba desnudo y me vestisteis…”.
Por miedo a caer en un extremo, nos hundimos en el otro. Creo que el cristianismo tiene que recuperar el mensaje evangélico del cuerpo humano, integrado en la visión de conjunto de la persona. Pero el evangelio no es nada fácil. Su mensaje es tan original y genuino que nos rompe las ideas establecidas y estamos muy apegados a ellas. La valoración negativa de la materia, por un lado, y la idolatría corporal, por otro, han alimentado nuestra relación con el cuerpo a lo largo de los siglos. Incluso, la moral se ha apuntado a menudo a fortalecer estos extremos poco evangélicos. Cada persona es una unidad plural, integrada de varios elementos. Descuidar a uno de ellos, supone una pérdida para el conjunto. La fiesta de la Asunción nos lo recuerda: “en cuerpo y alma”. Sin exclusiones.
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