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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa
El ateísmo se define en función del límite. La idolatría apunta a la distorsión. Dos posturas frente a Dios muy diversas. El ateísmo lo niega. La idolatría lo sustituye. Ambos desafían a su modo la fe en Dios. No obstante, la segunda me preocupa mucho más que la primera.
Ateísmo, tal como su palabra indica, contiene negación. Se diseña por lo que no es. Rechaza la existencia de Dios. Como el agnosticismo, que según el diccionario, declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia. Incredulidad contiene la partícula negativa al inicio. Choca contra un muro a partir del cual nada existe. Ha habido intentos de darle la vuelta a la tortilla, presentando el ateísmo en una versión positiva. La expresión escogida fue una palabra inglesa: “the bright”, que significa claro, brillante, luminoso. El término, acuñado hace unos nueve años con esta orientación por Paul Geisert y Mynga Futrell de Sacramento, USA, pretende englobar a las personas que “poseen una visión del mundo exenta de elementos sobrenaturales y místicos”. La difusión del vocablo, pese a los apoyos recibidos, no ha tenido hasta ahora el éxito esperado por sus iniciadores. El fenómeno del ateísmo se vive de manera muy diversa. Hay quienes, de forma militante, tratan de perseguir y destruir toda creencia en Dios. Quisieran borrar todas sus huellas en el ámbito social. Otros, en cambio, admiten con un cierto pesar su deseo de creer en Dios al tiempo que reconocen la dificultad de conseguirlo. Admiten su agnosticismo a la vez que se muestran respetuosos con la fe y con las personas que creen en Dios. En nuestro país, hay plumas ilustres que se sitúan en esta tesitura.
La idolatría distorsiona la fe en Dios. Sustituye la verdad por el engaño. Aparentemente, el idólatra manifiesta su creencia en la divinidad, pero en el fondo la manipula a su antojo. La transmisión de la fe, a menudo, ofrece imágenes distorsionadas de Dios. Para el cristiano, Dios es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. El evangelio, en sus cuatro versiones, nos proporciona las claves que Jesús utilizaba para hablar de Dios, para indicar lo que representaba en su vida, para ver cómo lo vivía y cómo lo anunciaba. No es extraño que san Juan en su primera carta escriba: “Dios es amor” (4,8). Había sido educado por Jesús. Cabe preguntarse qué idea, imagen y vivencia de Dios se transmite en la familia, en la catequesis, en las homilías… Las formas distorsionadas de Dios se nutren de culpabilidad, juicio, omnipotencia infantil, escrúpulo, violencia, miedo, manipulación. A la corta, parece que ayudan a consolidar una idea sana de Dios, pero a la larga las personas se desentienden a causa de un sufrimiento inútil. Al vomitar la idolatría, cosa buena, pueden llegar a prescindir de Dios, pensando que todo es lo mismo. La Biblia afirma en el Génesis que Dios creó al hombre y a la mujer. En la idolatría ocurre lo contrario, el hombre y la mujer crean a dios según su imagen y semejanza. Los efectos son devastadores.
Confrontar nuestra idea, imagen y vivencia de Dios con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo es una tarea cotidiana. Convertirse a la visión evangélica no resulta fácil. Tenemos tan interiorizados los ídolos, que nos olvidamos del Dios verdadero. Padres y madres, educadores, sacerdotes, catequistas, religiosos… corren el riesgo de transmitir una perspectiva idolátrica de Dios, mucho más preocupante que el ateísmo. Darse cuenta es el primer paso. Ninguna pastoral tendría que olvidarlo.
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