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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

Viste con sencillez y las zapatillas que lleva no son de marca. Camina con agilidad. En su mochilla, carga las pertenencias escolares. Llega al colegio, a la misma hora que muchos de sus compañeros, algunos de los cuales descienden de los coches frente a la puerta principal. Él va siempre a pie. Varios teclean en su móvil un SMS o muestran fotos a sus amigos, tomadas en el chalet fuera de la ciudad donde han pasado el fin de semana con su familia. Él no tiene móvil. Su padre trabaja en una empresa y gana mas bien poco. Su madre realiza, por horas, labores domésticas en algunas casas. En su familia hay buen rollo. Suele contentarse con lo que tiene y no pierde demasiado tiempo en los escaparates de las tiendas. Su hermana, dos años mayor que él, es de tu mismo estilo. Ella tiene unos amigos, que llevan ropa y zapatillas de marca. Desde hace algunos meses tienen problemas, ya que la situación económica no les permite derrochar, tal como estaban acostumbrados. La crisis los ha empobrecido. Él y su hermana se sientan con sus padres para comer en torno a la mesa. Hablan, ríen discuten, comentan. No critican el consumismo, no hacen discursos ideológicos, ni se comparan con los demás. Intentan vivir con austeridad, atendiendo a sus necesidades. El dinero no les permite realizar muchas alegrías, pero tampoco las desean. Ahora escuchan muchos discursos sobre recortes, bajadas de salarios, aumentos de precios. Tendrán que apretarse más el cinturón. Son pobres, pero no se avergüenzan de ello.

Ser pobre… Una palabra puede tener muchos significados. En este caso, la mayoría de las acepciones que figuran en el diccionario, son negativas. No obstante, la experiencia de la pobreza, vivida como opción o como aceptación de unos límites concretos, puede ser liberadora. Se parte de una premisa equivocada: la riqueza proporciona felicidad. Una encuesta realizada por Ipsos y publicada recientemente en el seminario “The Economist” muestra que los niveles más altos de felicidad reconocida no se dan en los países ricos, como uno esperaría, sino en los de ingresos bajos y medios. Los españoles se encuentran entre los ciudadanos menos felices del mundo, como recogen los titulares de los periódicos a partir de este estudio. Se dice que la envidia es el pecado nacional por antonomasia. Al desear tanto lo que no se tiene, se deja de disfrutar de lo que se tiene. Cuando se alimentan deseos de forma desproporcionada, el sentimiento de carencia es más agudo. La comparación con los demás genera frustración. La avaricia y el afán de enriquecerse con rapidez ha causado estragos en mucha gente.
Esta crisis en la que estamos inmersos puede convertirse en una oportunidad para aprender a ser pobres. Hasta ahora, el mismo Estado y muchas familias han vivido por encima de sus posibilidades. Estamos pagando el precio. Podemos hundirnos en el pesimismo o aprender a vivir de otro modo, sin necesidad de tener que lucir ropas de marca, manejar móviles de quinta generación, gozar de comodidades prescindibles, hacer ostentación de un nivel de vida que no se corresponde con nuestra realidad.
Aprender a ser pobres se ha convertido en una tarea revolucionaria y en una asignatura pendiente para tantas familias y centros educativos. No se trata de tener más, sino de desear menos. No se trata de creernos toda la publicidad que nos invita a consumir y gastar, sino de disfrutar con sencillez de la vida. Siguen resonando con fuerza las palabras de Jesús en el sermón de la montaña: “Felices los pobres”.
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