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En la montaña, por las calles de la ciudad, en el metro, en tu habitación..., cualquier lugar puede convertirse en sagrado, fuerte, significativo, punto de encuentro con Dios, lugar de experiencia profunda donde se vive un tiempo otro. Decía ya Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano que, "para el hombre religioso, el espacio no es homogéneo, presenta roturas, fracturas, hay porciones de espacio cualitativamente diferentes de las otras".

Pero no siempre es fácil abstraerse del ruido urbano ni esquivar las distracciones cotidianas. Todos hemos experimentado alguna vez cómo ayuda espiritualmente el silencio macizo de una capilla románica, la elevación ordenada de una catedral gótica, la fiesta gozosa de una iglesia barroca, el vacío purificador de una iglesia contemporánea, el calor de una celebración en torno a una mesa, la intimidad de una oración en familia...
Ermita de San Salvador
Hoy, y para empezar mi aportación en este blog, quiero ofrecer algunos apuntes sobre los rincones de oración. En tiempos de crisis casi no se construyen iglesias, pero en las comunidades y las casas nos encontramos a menudo con la necesidad de adaptar espacios existentes, convertir una sala en un lugar de meditación o crear un rincón donde los más pequeños y los mayores de la casa se acerquen cada noche para agradecer el día. Y, para adaptar estos espacios, va bien tener algunas ideas claras.
Rincón de oración familiar
En primer lugar, debemos saber para qué queremos el espacio: si es para la celebración comunitaria, para un momento de oración, como espacio de contemplación... Porque esto determinará la disposición de nuestras miradas: es diferente que todos miremos hacia una pared de fondo, que nos miremos unos a otros en círculo o que se combinen las dos configuraciones (como ocurre a menudo en misa). Si configuramos un círculo -forma básica de encuentro- estamos creando un espacio comunitario, de encuentro, un espacio propicio a compartir la vida, a orar en conjunto. Un círculo deja siempre un espacio en medio que se puede aprovechar de muchas maneras: con una mesa, fuego, agua, flores..., todo puede estar convocado al centro vacío y lleno al mismo tiempo, porque lo más importante es el grupo que se encuentra y se mira los ojos.
En cambio, si disponemos una pared de fondo para que convoque todas las miradas, estamos creando un espacio más contemplativo, que puede ser para una o para cien personas. Los barrocos creaban retablos catequéticos, en Oriente se mira una pared vacía o un jardín de piedras meticulosamente trazado, los musulmanes se orientan hacia la Meca... Hay quien necesita iconos, una cruz, velas, flores; para otros unas telas de colores cálidos, una pintura o escultura; a muchos les ayuda un círculo zen, un Buddha sonriente o un Cristo desnudo. Recurrimos a imágenes, objetos, iconos que nos recuerdan actitudes interiores, que nos elevan del ruido cotidiano al silencio, al que está más allá o más acá de nosotros mismos (según las tradiciones espirituales), pero existe el peligro de que estas imágenes se conviertan en obstáculos, ídolos que atraen pero no ayudan a una experiencia más profunda de descentramiento.
Otro aspecto muy importante de estos espacios o rincones de oración -después de la disposición espacial y del fondo de mirada- es el suelo: no en vano se utilizan almohadas, alfombras, taburetes que ayudan al cuerpo a estar despierto pero sereno a la vez. Sentados o de rodillas, nos disponemos a vaciarnos, a salir de nuestro círculo de preocupaciones vitales para ponernos bajo la mirada y la perspectiva de Dios. También la gente del teatro más alternativo sabe que puede prescindir de la escenografía, los decorados, los trajes, pero necesita un buen suelo que reúna y acoja a todos, que no origine distancias infranqueables, que dé posibilidades al cuerpo y al grupo para expresarse.
Por todo lo dicho podemos captar un principio importante: preparar un rincón de oración no es construir espacios de manera perenne, sino disponer de manera efímera elementos (pobres, vivos, íntimos) que nos ayuden a meditar o celebrar el misterio. Los artistas de los años sesenta lo entendieron muy bien cuando propusieron instalaciones efímeras conceptualmente muy potentes, un arte povera que aceptaba la creatividad de cada uno y la caducidad de los materiales de todos los días. Lo efímero es lo que está vivo, lo que cambia según nuestros cambios, nuestras necesidades. Las flores de primavera o las hojas secas de otoño, el belén en Navidad o conchas de la playa en verano, todo puede estar convocado en el rincón de oración, aquel lugar específico de la casa donde se reúne la familia al atardecer o aquel grupo de oración semanalmente. Lo efímero es puerta de acceso al sagrado (así titulaba mi libro de hace unos años, Camins efímers cap a l'etern), una invitación a integrar la vida cotidiana y purificarla.

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