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Es obvio que las acciones de violencia, daños y desórdenes provocados con ocasión de la huelga del 29-M, al margen de las movilizaciones sindicales, no tienen ningún tipo de justificación ética ni legal. No sólo no aportan absolutamente ningún beneficio social, sino que vulneran derechos individuales y causan graves perjuicios colectivos, especialmente en la actual situación de crisis.

Este tipo de violencia, cada vez más frecuente en los últimos años en Barcelona, ​​es enormemente preocupante por su magnitud, características y alto número de personas implicadas. Por eso me parece evidente la necesidad de que se hagan urgentemente estudios sociológicos y psicosociales de sus causas y factores que los favorecen, así como sobre las políticas necesarias de todo orden para su prevención y erradicación.

Ahora bien, en este breve post quisiera subrayar la importancia de que las políticas de carácter policial y penal para la prevención de este fenómeno sean correctamente enfocadas en el marco de los principios de un estado social y democrático de derecho.

Esto implica entender bien que la respuesta policial y penal, por sus costes humanos y efectos de todo tipo, no debe ser la única ni la principal actuación pública preventiva, sino la última ratio frente a aquellas acciones que no hayan podido ser evitadas por otros mecanismos.

En este sentido, es también una evidencia innegable que, para hacer frente a cualquier fenómeno de violencia, siempre resultan más eficaces las respuestas de carácter político, cultural, educativo y social y el rechazo ciudadano, que la pura y simple amenaza o imposición de sanciones penales, las cuales, inevitablemente, conllevan siempre un grado importante de error y sufrimiento innecesarios.

Por eso considero un grave error caer, una vez más, en la tentación populista de modificar el Código Penal para endurecer las penas, como ha anunciado el gobierno español y también pide el consejero de interior de la Generalitat. Las penas previstas actualmente en la ley son más que suficientes, siempre que se apliquen de manera rápida al mayor número posible de personas culpables. Aplicar a estos hechos las mismas penas previstas legalmente por delitos relacionados con el terrorismo sería un medida desproporcionada, una huida hacia delante reveladora de incapacidad policial y judicial.

Lo que resulta verdaderamente efectivo para la prevención es priorizar el esfuerzo policial para identificar a los culpables y reunir las pruebas suficientes para su condena penal, mediante tecnologías y estrategias adecuadas (sobre las que hay suficiente experiencia policial en otros lugares).

Otro error todavía más grave es, en vez de priorizar la celeridad de los procesos penales, caer en el abuso de la medida de prisión provisional, pretendiendo utilizarla como castigo anticipado sobre personas que son presuntamente inocentes mientras no se pruebe su culpabilidad en un juicio justo. Por eso, me parecen preocupantes las decisiones de encarcelamiento preventivo adoptadas en las causas incoadas por estos hechos. La prisión provisional es una medida excepcional que sólo se debería aplicar en crímenes muy graves, cuando exista un riesgo evidente de fuga u ocultación de pruebas, de un acusado sobre quien existan evidencias incontestables de culpabilidad. Nunca sobre la base de hipótesis imposibles de objetivar ni probar sobre una posible reincidencia futura.

Por otra parte, en cuanto a la actuación policial ante estas conductas, creo necesaria una revisión a fondo de las técnicas policiales que se utilizan actualmente. Hay que evitar actuaciones que, aunque se pretenda lo contrario, retroalimentan la violencia, así como abandonar instrumentos que, como las denominadas pelotas de goma, causan lesiones graves y desproporcionadas y que afectan a menudo a personas inocentes, como volvió a suceder el 29M.

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