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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

Los descendientes, película dirigida por Alexander Payne (2011), tiene como protagonista a Matt King, magistralmente interpretado por George Clooney, personaje que cabalga entre las turbulencias del pasado y las incertezas del futuro. Un accidente grave sufrido por su mujer le sirve de espoleta para revisar su matrimonio y, a la vez, para dibujar un inmenso interrogante sobre la educación de sus hijas, Scottie (Amara Miller), de 10 años, y Alexandra (Shailene Woodley), de 17, de las que hasta ahora se ha desentendido sobremanera. El escenario idílico de las islas Hawai y una excelente situación económica no diluyen los problemas personales y familiares de Matt, que empieza a descubrir el precio que ha pagado por su éxito en los negocios. Cuando se llega a situaciones límite, cuando se vive la posibilidad de perder a la mujer, cuando el castillo de naipes se desmorona, se abren los ojos a la realidad y empieza un capítulo de revisión de vida. Las promesas surgen con facilidad: pasaré más tiempo con ella, la atenderé más, le diré lo mucho que le quiero… Las insuficiencias afloran y se nutre un sentimiento de culpabilidad. El pasado podía haber sido mejor si no se hubiera dejado llevar por la rutina y por el afán de los negocios, pero también si hubiera estado más tiempo al lado de su mujer y si hubiera atendido con solicitud a sus dos hijas. Ahora, frente a ellas, se encuentra como un extraño. El proceso sólo está en sus inicios. Nuevos datos, llegados a él de manera imprevista, le zambullen en páginas de su pasado, llenas de ignorancia e ignominia. Empieza a descubrir que ha vivido en el engaño y se lanza con tesón a poner rostro a los nombres e imagen a los lugares. La verdad duele y ni siquiera sus amigos quieren abrirle los ojos. La búsqueda de respuestas a sus preguntas le lanza a reconstruir con la complicidad de su hija Alexandra el rompecabezas de su pasado. En principio, sólo para conocerlo. Más tarde, casi de manera inconsciente, para vengarse, sea dando un beso apasionado a la mujer de su contrincante, Brian Speer (Matthew Lillard), sea negando su firma en un contrato millonario del que Brian podría sacar indirectamente sustanciosos dividendos.

Todos tenemos un pasado. Algunos de sus capítulos resultan llenos de turbulencias y mantienen heridas abiertas, sin cicatrizar. No arrepentirse de nada, como afirman algunas personas, me parece poco creíble, aunque hay que aceptar el pasado, porque ya no se puede modificar. Pero la manera de afrontarlo marca el presente y el futuro de cada uno. Cuando alguien te ha jugado una mala pasada, la herida puede ser profunda. Superarlo no es tarea fácil. Pero mucho más difícil es perdonarse a sí mismo, vencer el sentimiento de una culpabilidad que atenaza, ver destruido en añicos el jarrón chino de los propios sueños por la incapacidad personal de llevarlos a cabo. Buscar adversarios fuera puede ser una maniobra de distracción. Cuando el enemigo está dentro de uno mismo, hay guerra civil, que es el peor de los escenarios. La depresión está al acecho. La desesperanza y el sufrimiento hacen estragos. En la liturgia eucarística, existe una plegaria antes de la comunión, cuya formulación anterior era muy sugerente: «Líbrame, Señor, de los males pasados, presentes y futuros.» Cicatrizar una herida, cerrar una carpeta, archivar un asunto… tarea nada fácil porque la memoria se resiste a realizarla. Las palabras de Jesús a la pecadora nos sirven de pauta: «Tus pecados te son perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz.»
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