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El error del Rector de Sant Hipòlit de Voltregà, al invertir fondos de la parroquia en un producto financiero arriesgado que quebró, nos recuerda una vez más un tema muy complejo: la gestión de los ahorros de las entidades de la Iglesia.

Ciertamente, la inmensa mayoría de administradores de las finanzas de los obispados, órdenes religiosas, comunidades, parroquias y entidades eclesiales gestionan los fondos que tienen encomendados con prudencia y responsabilidad, pero no es infrecuente que se den casos de operaciones excesivamente arriesgadas (o ruinosas ) y mucho menos las inversiones en productos de carácter especulativo.

Es obvio que la prudencia es importante. Pero la gestión del dinero por parte de la Iglesia no es simplemente una cuestión de buenos gestores. Tiene que haber una exigencia ética especial. Tenemos que sentirnos obligados a una reflexión más cuidadosa sobre nuestras decisiones financieras, a fin de dotarlas de la máxima coherencia con la ética que predicamos y anunciamos, bien conscientes de que el uso del dinero siempre es algo peligroso, como el mismo Evangelio nos recuerda constantemente.

Esto nos debe llevar a huir del simple criterio del máximo beneficio a la hora de decidir dónde invertir. No se trata, ni mucho menos, de rechazar por principio la recepción de un interés. La inflación, las necesidades materiales y las reglas actuales de funcionamiento del mercado, hacen legítimo que se busque una retribución a una inversión del dinero de la Iglesia para que no se deprecíe. Pero este no debe ser el primer criterio y ni siquiera un criterio importante. La cuestión clave es qué destino o uso hará la institución financiera o empresa que los recibe o administra y su impacto social. En este punto, el pensamiento social de la Iglesia nos aporta un criterio de referencia fundamental, cuando afirma que la economía y, por tanto, el dinero, no son un ámbito autónomo de la vida, sino que debe orientarse al servicio del bien común, del desarrollo digno de la persona, de toda la persona y de todas las personas.

En consecuencia, las entidades de iglesia, antes que nada, debemos tener mucho cuidado en quien recibe nuestro dinero y para hacer qué, para evitar, no sólo operaciones arriesgadas, sino también aquellas donde tengamos información o indicios para pensar que nuestros fondos se utilizarán en actividades éticamente inaceptables, o en las que no queremos de ninguna manera participar, como son la industria y el comercio de armas (donde participan la mayor parte de grandes bancos), actividades de fuerte impacto mediamental o simplemente la misma especulación financiera (actividad básica de la mayor parte de fondos de inversión), una de las causas importantes de la actual crisis económica.

Pero, más allá de este criterio negativo, resulta fundamental asegurarse de que nuestro dinero contribuya al máximo a desarrollar iniciativas sociales y empresariales que tengan un impacto positivo en nuestra sociedad, especialmente en relación a los colectivos más vulnerables.

Es cierto que la perfección es imposible y que se impone un pacto con la realidad, para hacer ahora el mayor bien posible. Sin embargo, hoy día, desaparecidas prácticamente las cajas de ahorros (que tampoco han jugado siempre limpio en los últimos años) existen en nuestro país importantes entidades financieras, que llamamos banca ética, sólidas, solventes y con todas las garantías legales, que canalizan el ahorro en esta dirección socialmente fecunda. Todas las instituciones y organizaciones de la Iglesia deberían tenerlas como principal referente en la gestión de sus ahorros e incluso contribuir a su buena gestión. Todavía no es así pero, poco a poco, vamos avanzando en esta dirección y cada vez son más las entidades de iglesia que ya lo hacen.

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