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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

Sentado en un banco de la capilla del convento de San Damiano, cerca de Asís, contemplo una reproducción del famoso Cristo crucificado. El entorno propicia el sentido de la intimidad, nutrido por la belleza y la pequeñez. Antes de llegar, quedo embebecido por la magia de los colores otoñales que brotan de una vegetación abundante. La famosa cruz representa una radiografía de la vida de Jesús. Hay dolor y muerte, pero no constituyen la última palabra. Realizo un ejercicio de regreso al pasado, hasta llegar a la infancia del crucificado, motivo esencial de la Navidad, fiesta que hoy celebramos. Existe la tendencia a edulcorar el pasado. Pese a ello, intento sumergirme, como en un viaje por el túnel del tiempo, en las claves evangélicas de la infancia de Jesús, una infancia nada fácil: marginación, persecución, huida, pobreza… Jesús, esencia pura, no se deja salpicar por estos acontecimientos que, a cualquiera de nosotros, nos marcarían negativamente. No hay un pasado idílico, sino una vivencia que trasciende los límites de la situación concreta, difícil, dura, desde la misma genealogía que presentan Mateo y Lucas. Entre los dos se observan grandes diferencias, atribuibles a los destinatarios de sus escritos, pero no pretenden esconder en la lista nombres de dudosa reputación, de reconocidos personajes nada recomendables, como los bastardos Farés y Salomón. Se incluyen cuatro mujeres, hecho poco frecuente en las listas de la época. Tamar, que se presenta como una cortesana, y Rajab, prostituta de profesión. Se recuerda que Salomón fue engendrado por David de la mujer de Urías, subrayando así el crimen y el adulterio del rey. No se purifica la lista. No hay engaño ni maquillaje.

Las figuras parentales de Jesús adquieren perfiles propios. Los planes de Dios introducen en la vida de la pareja dificultades relevantes. José piensa repudiar en secreto a su esposa, por encontrarse embarazada antes de vivir juntos. En sueños, comprende lo que ocurre y acepta las indicaciones del ángel. Meses después, María y José están de viaje para empadronarse cumpliendo el edicto imperial. Jesús nace en la periferia, porque no hay sitio para ellos en la posada. Pastores y sabios celebran el nacimiento del niño, pero los poderes establecidos, en cambio, reaccionan con violencia. Una vez más, en sueños, José decide huir a Egipto para salvar a Jesús de una muerte segura, que sí tendrán los llamados inocentes. Emigran a un país extraño. María recuerda que Simeón le anuncia que una espada atravesará su alma. José, a través del lenguaje de los sueños, vuelve de Egipto y se instala en Nazaret, aldea de una zona marginal. Cuando Jesús cumple doce años, acompaña a sus padres en la peregrinación anual a Jerusalén. Cuando regresan a su casa, tras buscarlo en la caravana, no lo encuentran ni entre parientes ni amigos. Vuelven sobre sus pasos, como padres angustiados que han perdido a su hijo. A los tres días de búsqueda incesante, dan con él. Jesús sigue bajo su autoridad, pero deja ver que su misión trasciende el ámbito familiar.

En el triángulo familiar de Jesús, no faltan hechos dolorosos y traumáticos, pero existe amor y espiritualidad. No se dejan apresar por los acontecimientos, pese a que los viven a fondo. La biografía es una referencia, pero no tiene por qué ser una prisión. En ningún caso Jesús se muestra como víctima inevitable de un pasado traumático. Así se entiende mejor la frase de la carta a los Hebreos: “Él ha sido probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado” (4,15). ¡Feliz Navidad a mis lectores! Sin edulcorantes.

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