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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

El avión, poco antes de aterrizar, sobrevuela la ciudad de Roma. Desde la ventanilla, observo sus arterias y el dibujo de los edificios que componen el plano urbano. Por encima de todos ellos, destaca la Basílica del Vaticano, con la inmensa cúpula de Michelangelo y la elipse de la columnata de Bernini. Horas más tarde, asisto en el vestíbulo del aula Nervi, en territorio vaticano, a la inauguración de la exposición “Gaudí y la Sagrada Familia. Arte, ciencia y espiritualidad”, que se muestra en el espacio que recibe el nombre de brazo derecho de Carlomagno. Asisten al acto personalidades relevantes del Vaticano, como el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo de la Cultura; de la iglesia catalana, como el cardenal Lluíz Martínez Sistach, los arzobispos Jaume Pujol y Joan-Enric Vives así como el abad de Montserrat; de la sociedad catalana con los máximos representantes de la Fundació Joan Maragall y de la Fundación de la Sagrada Familia; de la política catalana, encabezada por el presidente de la Generalitat Artur Mas; del Estado Español, por la embajadora en el Vaticano. Dejo el resto de informaciones, que se pueden encontrar en las crónicas del acontecimiento, para centrarme en una idea expuesta por el cardenal Ravasi, en su brillante parlamento. Afirma que Gaudí utiliza como medida para sus trabajos el siete y medio. El significado, más allá de los aspectos arquitectónicos y técnicos, se adentra en el simbolismo teológico. Si el número 7 apunta a la obra bien hecha, terminada, y al proceso de construcción, el número 8 significa la escatología, el reino futuro, la plenitud. El siete y medio pretende anticipar en el presente el reino futuro, construir en la materia visible la presencia del invisible, encerrar en el fragmento el absoluto de Dios. Éste es el papel del arte, que abre rendijas de eternidad en la fragilidad de los materiales, que despliega horizontes ilimitados en los contornos precisos de los objetos. El siete y medio escapa del siete apuntando hacia algo más allá de sí mismo, que trasciende su propia obra, pero no llega al ocho, que es la plenitud.

Pienso que éste es el desafío del arte, de la pastoral, de la evangelización. Si nos encerramos en nuestro mundo inmediato, perdemos el contacto con la trascendencia y la vista de los espacios infinitos a los que estamos llamados. Si nos situamos en la escatología, en la vida futura, sin el puente del siete y medio, nos alejamos de la encarnación y de la vida presente. El mensaje se torna incomprensible. Cabe decidirse por el camino del siete y medio, es decir, optar por el aquí, anticipando el allí trascendente, y por el ahora, avanzando los bienes futuros. El arte en su máxima expresión lo consigue. Entrar en el templo de la Sagrada Familia, construido de materiales conocidos, nos traslada al ámbito de lo desconocido. Lo temporal apunta a lo eterno. Lo relativo se abre al absoluto. Lo humano se torna divino. El anuncio del evangelio sigue los mismos parámetros. La palabra de los hombres encierra en sus entrañas la palabra de Dios. En la historia de cada persona, se descubren las huellas divinas. En la maqueta del templo, que se muestra en la magnífica exposición que visito, se observa que la torre más alta corresponde a Jesucristo. Después vienen las cuatro torres correspondientes a los cuatro evangelios, seguida por la torre dedicada a María, la madre de Jesús. Ella no está por encima de la palabra de Dios, sino que ilumina su vida a través de ella, la escucha y la pone en práctica.

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