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Por Ramon Bassas .
Ahora que por el Pilar celebraremos el cincuentenario del inicio del Concilio Vaticano II propongo una reflexión más lateral que la que, con toda seguridad, habrá paraconmemorar la efeméride. Los que nacimos pocos años después del Concilio no nos damos cuenta, quizá, del cambio que supuso. Un cambio inmerso en muchos otros que ya se veían venir después de la II Guerra Mundial y la explosión de la sociedad de consumo: el desencanto del mundo (o secularización, como se decía entonces), la crisis jerárquica, el cambio de costumbres, la aparición de los medios de comunicación de masas, etc. En Cataluña, en plena dictadura, el soplo de aire de una Iglesia en renovación se viviría, bien seguro, por unos como un resfriado y por otros como empezar a respirar. Quizás por ello, la generación que vivió este cambio defiende tan encarnizadamente el Concilio y sus consecuencias, para bien o para mal.

Leyendo las Homilies d'Organyà (Ed. Empúries, Barcelona, ​​2011), el irónico título con que una eminencia de la lengua catalana firma una recopilación de textos relacionados más o menos con su condición de sacerdote como Modest Prats, he tenido la agradable sensación de situarme en ese momento. Sus memorables sermones de los viernes de Cuaresma de 1969 (que por uno de los cuales fue multado) rezuman por todas esa libertad que anima y a la vez atemoriza. Sus conferencias bien a Montserrat o bien entre los obispos de la Tarraconense denotan mucha mili. Proclama la ruptura tanto de una visión esclerótica de la religión como por una de demasiado intelectual, reclamando que creer "significa establecer un diálogo de persona a persona" con Jesucristo. Un paso personal ("la fe no se mama", dice), que pasa por el desierto, pero que no se queda.

Por último, entr eanécdota y anécdota, relata un mundo que se va. El de sus abuelos, por ejemplo. El del mundo rural que le permite descubrir expresiones genuinas de la lengua que no han pasado por el tamiz cultista, por ejemplo. Con una pasión por la lengua que hace que, cuando asume con valentía el reto de la enfermedad ("la misma que tiene en Pasqual Maragall", en palabras suyas), y quiera describir la de imensió real del reto, escriba un brillante colofón que preside una palabra exacta, quizás la más vital, quizás la que toda vida teme, pero que genera, de hecho, más vida: "esvinçar".
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