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Leemos en la primera lectura de este domingo unos versículos del comienzo de la tercera parte del libro de Isaías (56,1.6-7). A primera vista el mensaje resulta claro: Dios está dispuesto a aceptar la ofrenda de todos los que estimen su nombre. Pero el mensaje del texto tiene un carácter plenamente innovador y por ello hay que situarse en la realidad social y religiosa que está en el origen de este texto.

En el trasfondo de este pasaje está el problema del comportamiento de los judíos con los extranjeros. El pensamiento tradicional rechazaba las relaciones con los extranjeros porque que éstas podían arrastrar a la idolatría y a las prácticas de culto abominables (Dt 12,29-31). La expresión emblemática de este rechazo fue la oposición de Nehemías a los matrimonios con extranjeras (Ne 13,23-26). A este rechazo hay que añadir la negativa a que los samaritanos, considerados extranjeros, colaboraran en la reconstrucción del templo de Jerusalén (Esd 4,1-5). El templo se convertía en privativo sólo de unos cuantos, baluarte de privilegios de una minoría, hasta que el profeta, conocido por Tercer Isaías, reivindicara un uso universalista.

En Jerusalén y esparcidos por el país había samaritanos (considerados extranjeros) desplazados desde hacía tiempo del reino del norte hacia Judá por causa de la invasión asiria; había quedado gente proveniente del dominio babilónico, había funcionarios de la administración persa y obreros venidos a raíz de la reconstrucción del templo. No es de extrañar que en Jerusalén y sus alrededores, estos personajes hicieran ofrendas al Señor y vivieran en fidelidad a la ética de la alianza. Los sacerdotes de Jerusalén no veían con malos ojos estas prácticas, dado que aspiraban a consolidar un dominio no sólo sobre unos judíos ligados a la religión tradicional de Israel, sino sobre cualquier persona habitante que aceptara el culto al Dios de Israel. Los sacerdotes que gobernaban Jerusalén no podían limitarse a gobernar sólo sobre una parte de los habitantes de su territorio, era lógico que aspiraran a consolidar su autoridad sobre todos los habitantes del país y ello comportaba una actitud de tolerancia hacia los extranjeros. Se trataba de pasar de un dominio sobre personas a un dominio sobre un territorio.

El templo de Jerusalén estaba dividido en espacios que requerían una mayor santidad y pureza según se acercaran al lugar más sagrado del templo, el santo de los santos. En la parte más exterior estaba el atrio de los gentiles; una inscripción avisaba que el gentil, pagano, extranjero que fuera más allá se hacía merecedor de la pena de muerte. Seguía el atrio de las mujeres, después el de los hombres y, a continuación, el de los sacerdotes donde estaba el altar de los sacrificios. La zona más sagrada era el santo y el santo de los santos. Desde el atrio de los hombres estos podían contemplar la actividad de los sacerdotes, como degollaban los animales, los trasladaban al altar y quemaban incienso.

El texto del tercer Isaías resulta innovador porque que los gentiles que debían permanecer fuera del templo ahora pueden acceder al lugar donde los israelitas llevan sus ofrendas al Señor. Se rompen las barreras que separan y que sólo sirven para alejar de Dios a los que lo buscan, desaparecen las amenazas de la inscripción de la entrada. Es Dios mismo quien invita a entrar y cuando se reduce la distancia aumenta la proximidad de un Dios que acoge los que aman su nombre. En el texto de hoy, el Tercer Isaías establece un criterio contundente: más allá de las normas de pureza, el cumplimiento de las leyes y las ofrendas de sacrificios el templo debe ser casa de oración abierta a todos los pueblos de la tierra.

Domingo 20 durante el año. 20 de Agosto de 2017

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