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El evangelio de este domingo nos presenta un texto de Lucas (24,35-48) que narra la aparición de Jesús en el núcleo naciente de la comunidad cristiana, una iglesia doméstica constituida por sus seguidores en un ambiente de decepción, desorientación, dudas e inciertas esperanzas.

El texto tiene semejanzas con el pasaje de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35): una aproximación a los discípulos que de entrada no lo reconocen, explicación de las Escrituras y una comida compartida. A la vez, tiene semejanzas con el relato de aparición narrado por Juan (20,19-24): Jesús se presenta en medio, deseo de Paz, mostrar el costado y mención de alegría.

Uno de los rasgos que más caracterizan el texto de Lucas es la insistencia en el cuerpo de Jesús. El problema de la realidad corporal de la resurrección de Jesús comienza a plantearse a finales del siglo I. Para un judío, un espíritu incorpóreo sólo podía ser considerado un fantasma, de ninguna manera un ser viviente. El término fantasma aparece en el códice Beza para indicar que la primera percepción de los discípulos es la visión de un fantasma. El término indica una visión o aparición que no tiene ninguna consistencia, es decir, ninguna relación con algo que sea real.

El problema se complica cuando entran en juego las formas de pensar del mundo helenista. Dos creencias griegas populares y muy extendidas influyeron en la manera de entender la resurrección: el dualismo y la inmortalidad. El dualismo divide el mundo entre lo físico y lo espiritual. El mundo físico es malo, el mundo espiritual es bueno. Desde este punto de vista no se acepta que el resucitado pueda tener un cuerpo, porque el cuerpo es malo. Es más, Jesús que es Dios nunca tuvo un cuerpo, en todo caso tuvo una apariencia o un cuerpo prestado. El cuerpo crucificado de Jesús era otra cosa dado que Dios no podía sufrir. De ahí la insistencia de los relatos evangélicos de aparición en afirmar que Jesús resucitado es el mismo Jesús crucificado.

El concepto de inmortalidad va ligado con el modo dualista de entender el mundo y el ser humano. Al morir, el espíritu o el alma buena se separa del cuerpo malo y el espíritu o alma sigue viviendo independientemente del cuerpo. Esta teoría permite defender que Jesús resucitado sólo es espíritu, el cuerpo no tiene nada que ver con la resurrección.

La negación del cuerpo conlleva una espiritualización del cristianismo que lo desvincula de la realidad del dolor y el sufrimiento. Hay que mantener el compromiso con el dolor del mundo, por eso es necesario que Jesús resucitado sea la misma persona que murió en la cruz. El texto de Lucas responde tanto a los que niegan cualquier tipo de resurrección, como a los partidarios de una resurrección meramente espiritual.

El texto pone mucha atención en hacer ver que la muerte y la resurrección de Jesús estaban anunciadas en las Escrituras judías. Hemos dicho que los discípulos se encontraban en un clima de decepción. La muerte de Jesús resultaba un contratiempo imprevisto para la implantación del Reino de Dios. Había que ver que la muerte de Jesús no era un absurdo o un fracaso, sino que estaba prevista. Así lo hará ver Jesús a sus discípulos enseñándoles a entender las Escrituras. Recordemos también que Lucas escribe a Teófilo, hijo de Anás y cuñado de Caifás, con el propósito de demostrarle que Jesús es realmente el Mesías que Israel esperaba. Teófilo conocía bien la Escritura. Lucas le hace ver que lo que ha ocurrido con Jesús rebasa los tejemanejes de Anás y Caifás. Muerte y resurrección inscriben en el trazo de Dios y eso donde mejor se puede ver es en las Escrituras.

Domingo 3er. de Pascua. 15 de Abril de 2018

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