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El libro de Baruc del que este domingo leemos un fragmento del capítulo 5 es un libro bíblico que no forma parte de los libros canónicos de la literatura judía. En nuestras biblias forma parte del conjunto de los libros deuterocanónicos. El profeta aparece en el libro de Jeremías y se le puede considerar su secretario, confidente y amigo. La literatura apócrifa le tuvo una gran consideración y lo tiene por autor de alguno de sus libros (Apocalipsis de Baruc). El libro fue escrito entre el 200 y el 100 aC. es, seguramente, uno de los escritos más tardíos del Antiguo Testamento. En cuanto al contenido el escrito recoge un conjunto de escritos proféticos que dispersos fueron agrupados en un solo volumen y atribuidos a la autoría de Baruc con el fin de dotarlos de un autor de prestigio como solía hacerse en aquellos tiempos. En conjunto, quiere fortalecer la esperanza del pueblo de Israel y anunciarle un futuro mejor.

Las primeras palabras de la lectura pretenden insuflar coraje a la ciudad de Jerusalén. El lenguaje, como viene siendo habitual en los escritos tardíos de la Escritura, se inspira en pasajes escritos anteriormente. Así "sacarse los trajes de aflicción y ponerse las galas de la gloria de Dios" nos lleva al texto de Isaías que habla de "ponerse los trajes triunfales en lugar del desconsuelo" (61,3). Cuando Baruc escribe: “Ponte en la frente la diadema de la gloria de lo eterno” recuerda el mismo pasaje de Isaías (61,3) que habla de “poner una diadema en lugar de ceniza a quienes llevan luto por Sión”. Cuando el texto de Baruc habla de poner para siempre este nombre: “Paz salvadora y gloria fiel” se asemeja a otros pasajes donde se habla también de cambiar el nombre: “Le darán un nombre nuevo” (Is 62,2); “No te dirán más Abandonada. Te dirán yo la quiero” (Is 64,4, ver también Os 2,25); "La ciudad será llamada El Señor es nuestra salvación" (Jr 33,16).

Las palabras de coraje dedicadas a Jerusalén deben leerse a la luz de lo expuesto en el capítulo 4º del libro de Baruc porque lo que dice el capítulo 5º, nuestra lectura de hoy, es la respuesta. El capítulo 4º comienza con palabras de consuelo y reflexión dirigidas a unos deportados. Acto seguido habla de Jerusalén y explica su desdicha, reconociendo el mal comportamiento de sus hijos; termina, pero, con un canto de esperanza con el que el Señor responde alentando a Jerusalén y amenazando y condenando a los que le han hecho daño.

Nuestra lectura forma parte de la respuesta del Señor a la situación descrita en el capítulo 4º. Las esperanzas de la ciudad han sido escuchadas. El engalanar con trajes la ciudad de Jerusalén es la contrapartida a 4,20 donde Jerusalén dice: "Me han quitado los trajes de los tiempos felices, me he puesto ropa de saco". Jerusalén, comparada a una madre, ha visto cómo se llevaban a sus hijos: “He visto cómo, por el querer de Eterno, mis hijos e hijas eran llevados cautivos” (4,10 y también 4,14.16). Ahora estos hijos son reunidos de levante y de poniente (5,5) y “ahora Dios los devuelve con gloria traídos como reyes en su trono” (5,6). Estas afirmaciones son el cumplimiento del deseo expresado en el capítulo 4º: “Yo les decía adiós con lamentos y lágrimas, pero Dios te hará devolver a mí con alegría y con gritos de gozo para siempre” (4,23).

Estos elogios a la ciudad de Jerusalén responden a una teología que, a lo largo de los años, dotó a Jerusalén de un prestigio y significación singulares. La pequeña ciudad en otro tiempo conquistada a los jebuseos (2 Sa 5,6-8), David la convirtió en capital de su reino y trasladó el arca de la alianza (2Sa 6). Salomón construyó el primer templo (1 Re 6,1-22). La ciudad se consideraba inexpugnable, sobre todo cuando Sennaquerib la asedió para conquistarla (2Re 18,13-19), pero los hechos históricos pronto vinieron para desmentir esta pretensión. En el año 587 a. Jerusalén fue conquistada y devastada por Nabucodonosor (2 Re 25,8-9), fue ocupada por Alejandro Magno en 332 a. C.. En 167 a. Antíoco IV Epífanas profanó el templo, desmanteló las murallas e intentó helenizar la ciudad (1Ma 1). Ante este panorama había que salvaguardar la grandeza, el prestigio y la santidad de Jerusalén. El texto que leemos hoy responde a esto. Por encima de los desastres históricos, Jerusalén es el lugar de la presencia de Dios (Sal 9,12; 135,21) y luz que atrae a las naciones que acudirán (Is 60,3) a reconocer la grandeza del Señor.

Domingo 2º de Adviento. 5 de Diciembre de 2021

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