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La llamada que Dios hace a Moisés que leemos en la primera lectura de este domingo (Ex 3,1-8a.13-15) representa un giro trascendental en la vida de este personaje. Moisés ha vivido en la corte del Faraón disfrutando del lujo y compartiendo la ideología y religiosidad egipcias; ahora lo encontramos en la austeridad del desierto como pastor, fugitivo de la justicia del faraón por hacerse solidario de sus auténticos hermanos israelitas. El contraste entre las dos situaciones en que transcurre su vida quiere marcar la trascendencia de la hazaña a la que Moisés es llamado. El llamamiento marca la radical novedad en la que queda inmersa la vida de Moisés. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob ha sido hasta ahora, y sin que él lo supiera, su Dios. A partir de ahora Dios que actuaba indirectamente tomará el protagonismo de la historia y Moisés tomará, o irá tomando, conciencia de lo que esto significa.

El protagonismo geográfico del relato es el monte Horeb. En la narrativa bíblica, el Horeb se confunde a menudo con el Sinaí. Los mismos hechos en algunos pasajes ocurren en el Sinaí y en otros en el Horeb. La explicación más plausible es que nos encontramos ante dos fuentes literarias que localizan los mismos eventos en dos lugares diferentes. La fuente sacerdotal utiliza el nombre de Sinaí para referirse al lugar donde Dios se manifestó y dio las tablas de la ley; la fuente deuteronomista utiliza el nombre Horeb. Lo que importa, al fin y al cabo, es que sea el Sinaí sea el Horeb lo que está en juego es el establecimiento de un espacio sagrado (descálzate que esto es tierra sagrada) que se convertirá en una referencia de primer orden en la hazaña liberadora de Israel.

La revelación del nombre de Dios a Moisés ocupa en el texto una posición relevante. En el entorno cultural en el que nacen los escritos bíblicos se creía que el nombre de una persona era algo más que una etiqueta para identificar a una persona. Se creía que algo de la identidad de la persona, lo que constituye su ser, pensamiento, voluntad, operatividad, lo que la hace única y original reside en el nombre de la persona. Esto explica la prohibición en el judaísmo de pronunciar el nombre de Dios. La revelación del nombre es un elemento de primer orden en lo que respecta a la autocomunicación de Dios. Era inconcebible ningún tipo de ritual litúrgico en el que se desconociera el nombre de la divinidad objeto del culto, por eso, si Israel debía salir de Egipto para adorar al Señor en el desierto, era necesario que conociera previamente el nombre del Señor, su Dios.

A la pregunta de Moisés por el nombre, Dios responde con la frase: "Yo soy el que soy", en hebreo: "Ehyeh asher ehyeh". "Ehyeh" es la primera persona del tiempo futuro del verbo hebreo "hayah". Las biblias actuales suelen traducir por “soy el que soy” porque el tiempo futuro en hebreo permite la traducción en presente. Al estar en tiempo futuro algunas traducciones habían adoptado la forma: "yo seré el que seré" que tenía el atractivo de enfocar la mirada creyente hacia las futuras hazañas de Dios hacia su pueblo. El verbo hebreo tiene una riqueza de significados muy amplia. Se traduce habitualmente por ser pero puede tener los sentidos de estar, existir, realizar, estar presente. Son significados que se llevan bien con lo que será la acción y la presencia de Dios en la historia de Israel.

No se puede establecer una etimología segura del nombre divino pero suele opinarse que proviene de una forma arcaica (hawah) del verbo hebreo “hayah”. La transliteración del imperfecto de hawah origina el tetragrama, es decir, las cuatro letras que originan el nombre de Yahvé. En el postexilio se omite la pronunciación del nombre de Dios para subrayar su trascendencia y expresar la profunda reverencia que el nombre merece. En lugar de pronunciar el tetragrama se lee “Adonai”, Señor mío. Sin embargo, esta expresión no es del agrado de las interpretaciones feministas de la Biblia por la connotación masculina del término. Tampoco desde una perspectiva social porque Señor puede entenderse como un dueño dominante. Para alguna teología bíblica Adonai tampoco es aceptable porque reduce el nombre propio de Dios a un simple nombre común, rebajando, así, la grandeza y la dignidad de Dios.

La revelación del nombre de Dios no debe entenderse en sentido ontológico como si fuera una definición metafísica de la naturaleza de Dios. El cierto tono evasivo quiere salvar su misterio y su trascendencia. El sentido más apropiado es el sentido existencial y presencial.

Domingo 3º de Cuaresma. 20 de Marzo de 2022

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