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Domingo XXXIII del tiempo ordinario. Ciclo A
Barcelona, ​​16 de noviembre de 2014

Esta parábola se suele malinterpretar cuando de ella se quiere extraer una enseñanza severa y exigente sobre nuestra responsabilidad ante Dios.
¿Qué quiere decir esto?
Que Dios pedirá a cada uno cuentas estrictas y que todos tendremos que responder de los dones o talentos que hayamos recibido en esta vida.
Esta severísima interpretación no entraba en la mentalidad de Jesús que siempre presentó a Dios como Padre de bondad,
– de acogida,
– de comprensión
– y de misericordia sin límites.

La clave de la parábola está en el miedo que tuvo el empleado asustadizo y cobarde, el que recibió un solo talento.
La idea que esta persona tenía de su señor era terrible
– una idea que daba miedo
– y el miedo fue su condena.
Porque el miedo paraliza, bloquea y nos hace estériles.

Un cristiano asustado no produce nada. Y por este camino se busca, él mismo, la propia ruina.
El Dios que se predica en no pocas cátedras eclesiásticas es, en definitiva, un Dios que da miedo.
Enseñar, predicar que Dios es así hace mucho daño a la gente.
Y, además, eso es condenar la Iglesia a la esterilidad.
Esto, lo único que produce es frustración.
El Dios del miedo y la pastoral del miedo conducen las personas no a la salvación, sino a la nada.
Una Iglesia asustada
– acorralada
– a la defensiva es una Iglesia estéril.

No es esto lo que Dios quiere y pretende ni lo que Jesús vivió y predicó.
El Dios del miedo no existe. Es un invento humano y agorero.

¿Cómo son nuestras relaciones con Dios?
¿Son relaciones de miedo o de confianza?

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