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Domingo XXII del tiempo ordinario. Ciclo A
Barcelona, ​​31 de agosto de 2014

No es nada fácil hablar del sufrimiento.
Siempre recordaré las palabras de aquel arzobispo de París, el cardenal Veuillot, que en medio de terribles sufrimientos de un cáncer en fase terminal, decía:
"Nosotros sabemos decir frases buenas sobre el sufrimiento. Yo mismo he hablado con convicción. Dí a los curas que no digan nada. Nosotros ignoramos lo que es sufrir y yo, ahora, lloro sufriendo."

Los que han sufrido o sufren intensamente, conocen la verdad que aciertan estas palabras.
Nosotros hemos de escucharlas con respetuosa atención para que nuestra reflexión sea humilde y discreta.
Ante el misterio del sufrimiento poco podemos hacer si no es estar muy cerca de la persona que sufre.

El sufrimiento rompe todas nuestras seguridades y certezas.
Antes la vida nos parecía sólida y tranquila:
– proyectos
– amor
– trabajo
– familia.

Ahora, de repente, todo nos parece vacío y sin sentido.
Descubrimos la fragilidad de todo, la tristeza de la finitud.
El sufrimiento parece hundirnos en la soledad extrema.
¿Quién nos puede llegar a entender?

Las palabras y los gestos de las personas más cercanas quedan lejos de lo que estamos viviendo por dentro.
Entonces no sirven de nada las bellas teorías sobre el sentido del dolor ni el discursos espirituales sobre el valor del sufrimiento.
Es uno mismo el que tiene que aprender a seguir siendo humano en medio de lo que parece absurdo y sin sentido.

Las reacciones ante el sufrimiento pueden ser muy variadas.
Hay quien se rebela hasta el agotamiento y la desesperación.
Muchos se dejan destruir por la angustia y la ansiedad.
Otros buscan la evasión y el autoengaño.
Los hay que se recluyen en su propio sufrimiento aislándose y rehuyendo toda ayuda o consuelo.
Realmente no resulta nada fácil ser dueño de uno mismo en medio del dolor.

El cristiano no tiene ninguna receta mágica para sobrepujar el sufrimiento.
Como cualquier persona, se sabe frágil e impotente ante el dolor.
La fuerza y ​​la luz le llegan al creyente desde el crucificado.
En la cruz no hay teorías ni discursos bonitos. Sólo está Dios, que sufre en silencio con nosotros.
Un Dios cercano y amigo del hombre.
Un Dios que arrastra la historia sufriente de la humanidad hacia la salvación eterna.
Así se explican las palabras del Maestro: "El que quiera venir conmigo que cargue con su cruz y me siga."

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