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Por Jordi Llisterri i Boix .

Ha sido como levantar el tablero a media la partida. En cierto modo, así ha sido la renuncia de Benedicto XVI: remover el estado de cosas y provocar una agitación cuando nadie esperaba un relevo inmediato. Se hace evidente viendo que no hay un candidato claro a sucederle.

El alcance afecta a la totalidad de la Iglesia y ésta es la clave de lectura principal. Pero para la geografía episcopal de Cataluña también tiene sus consecuencias: sobre todo, interrogantes.

Sea quien sea el nuevo papa, la sucesión de Tortosa se ​​resolverá por los canales ordinarios. A lo más se puede retrasar un par de meses. Pero todavía no habrá tiempo de visualizar una nueva línea de gobierno pastoral, en caso de que el nuevo papa quisiera darle un vuelco. Será como aquellos obispos que la maquinaria vaticana iba nombrando los últimos meses de Juan Pablo II o recién elegido Benedicto XVI. De oficio.

Hay 5.000 obispos en el mundo, y cada año se deben renovar más de 300. Evidentemente el papa -que como hemos visto es humano- no los conoce a todos, ni siquiera el prefecto encargado del tema. La elección se basa en los informes o dosiers (ahora tan de moda) que envía la nunciatura, siguiendo los perfiles y tendencias que se marca desde la Santa Sede. O en las interferencias que pueden provocar quienes son escuchados en la Secretaría de Estado y en la Congregación para los Obispos.

Pero en el caso de la sede Barcelona, ​​como en las grandes capitales europeas, es diferente. Por un lado porque en la elección se juega buena parte de la orientación que tendrá el episcopado catalán durante los próximos años. Y, por otra parte -y esta es la clave de lectura en la Santa Sede- porque junto con el relieve de Madrid dibujará la orientación de la Iglesia en España durante las próximas décadas. Si se escora en una reafirmación invasiva y de resistencia desde la trinchera, si se quiere proyectar un perfil de encuentro y diálogo con la sociedad, si se busca la vía del medio, o si queda en tablas y en Barcelona se escoge un perfil que compense el de Madrid. Por ello, en este caso, la intervención del papa es mucho más directa y determinante.

Hasta ahora, la situación era de una calma tensa, esa que ya sabemos como termina. Tanto Rouco como Sistach, ambos con la renuncia presentada, tenían una prórroga tácita que hacía prever que las cosas no se movieran hasta el 2014 o 2015. Para el papa eran casi unos jovencitos con diez años menos, y el secretario de Estado plenamente activo los superaba con dos años. Rouco tenía la presidencia de Conferencia Episcopal con dos años por delante. Y Sistach era el personaje ideal para esperar a ver cómo se iba decantando la efervescencia de la política catalana y mientras esto ocurría no hacerse daño.

Buena parte de estos condicionantes, si no escogen papa a un nuevo Pedro Casaldáliga, no cambiará. Pero las redes, las relaciones y los argumentos que desde Barcelona, Madrid y Roma se movían hasta ahora de cara a la sucesión pueden quedar totalmente alterados con el relevo de la cátedra de Pedro. No decimos si para bien o para mal, aunque normalmente compramos siempre más números para lo segundo.

A pesar de la buena sintonía de distintas instancias eclesiales catalanas con la secretaría de Estado y otras instancias vaticanas, la sucesión de Barcelona no estaba nada encarrilada para garantizar el perfil propio que siempre ha mantenido la Iglesia en Cataluña. El cambio de papa nos puede dejar aún más desamparados, o tener la oportunidad de reemprender la partida con mejores cartas.

Obviamente, no pensarán en ello los cardenales que deben escoger el papa. Pero cuando lo hayan elegido es en lo que se deberá empezar a pensar.

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