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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

El último domingo de mayo están previstas, en nuestro caso, elecciones municipales. Ante esta responsabilidad cívica, recuerdo este principio básico de Jean-Jacques Rousseau, expuesto en su obra El Contrato Social, escrita en 1762: «Por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos me basta el derecho que tengo de votar para imponerme el deber de enterarme de ellos». Para realizar esta tarea, antes de depositar mi papeleta en la urna, tengo que reflexionar sobre un tema hoy ineludible, que se resume en la obra de Hannah Arendt Verdad y mentira en la política, publicada en 1972, donde afirma: «La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos sino también del hombre de Estado». Esta apreciación de Arendt hoy se agiganta a través de la tecnología, que es utilizada al servicio de la publicidad y la propaganda, sin la mínima preocupación por la verdad. Los programas electorales suelen ser desconocidos. No se apela a la razón de los votantes, sino sobre todo a sus emociones y a sus instintos. Muchos usan el mecanismo de destruir la confianza de la gente en sus adversarios a través del engaño, la difamación, los escándalos… Ambiente tóxico de alto voltaje. Discernir en esta situación no es nada fácil.

En unas elecciones, no solo están en juego las ideas políticas o los proyectos de transformación social, que serían inherentes al bien común, sino también intereses individuales. Las personas que figuran en las listas son conscientes de que la victoria, filtrada posteriormente por los pactos de grupos, le proporcionan una silla, un sueldo y unas ventajas que podrán gozar durante cuatro años. Sus entornos y amistades podrán verse beneficiadas por contratos públicos sustanciosos. En realidad, unas elecciones actúan inevitablemente como una oficina de empleo. Si se vive de esta manera, es decir, más como ganancia personal que como servicio colectivo, el bien común se resiente. No es extraño que la política caiga en descrédito, aunque no a todo el mundo hay que meterlo en el mismo saco.

No podemos abdicar de nuestro compromiso cívico ni convertirnos en hooligans de un partido político, como si fuéramos forofos, de un equipo deportivo. Se ha polarizado la sociedad y se ha perdido el matiz del voto. No obstante, no hay que dejarse poseer por el desencanto ni por el cinismo. Solo es un voto, pero es mi voto, del que solo yo soy responsable.

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