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Por Lluís Serra Llansana .
En Gerasa

Los diccionarios definen la estupidez de un modo impreciso. Se pierden matices en el intento de buscar su significado. Me ha llegado de forma casual la versión francesa de un pequeño libro de Carlo M. Cipolla, titulado Les lois fondamentales de la stupidité humaine. En la tercera ley, que considera una regla de oro, afirma: «Una persona es estúpida si causa daño a otra persona o grupo de individuos sin obtener para sí ningún beneficio o provocándose incluso eventualmente pérdidas». Los estúpidos dañan a los demás y se dañan a sí mismos. Un bandido perjudica a los demás, pero busca un beneficio propio. Este comportamiento, aun siendo inaceptable, parece más comprensible.

Cipolla piensa que se subestima el número de individuos estúpidos que existen en el mundo. Son muchos más de los que pensamos. Más aun, cree que la probabilidad de que un individuo sea estúpido es independiente de todas sus otras características. Cree que este hecho está más vinculado a la naturaleza que a la cultura. Se está imponiendo en la actualidad una corriente según la cual todo se reduce a cultura. Por esto, llega a afirmar: «Tengo la firme convicción de que los hombres no son iguales, que unos son estúpidos y otros no, y que la diferencia depende de la naturaleza y no de los factores culturales». Así como la naturaleza en sí misma regula de forma misteriosa los porcentajes de hombres y mujeres, la proporción de estúpidos parece seguir el mismo canon en todas las culturas, países, géneros, clases sociales… llegando a la conclusión de que una fracción correspondiente de premios Nobel también es estúpida. No hay colectivo que se salve de este porcentaje constante en la humanidad. Si una persona estúpida, según Cipolla, se encuentra en una situación de poder, sea burócrata, general, político, jefe de estado o dignatario religioso, el daño ocasionado es mucho más importante. Basta repasar las páginas de la historia para darse cuenta de la gran proporción de estúpidos que pasan a la posteridad por las barbaridades que han llevado a cabo. No es de extrañar que el autor del libro concluya que «el estúpido es más peligroso que el malvado».

Me queda un interrogante: ¿el hecho de que yo escriba sobre la estupidez me libra de formar parte de este porcentaje fatídico de estúpidos sin remedio? Formularme esta pregunta acaso sea un indicador de no serlo.

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