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Las acusaciones presentadas por rebelión y sedición en los procesos seguidos contra líderes sociales, cargos electos y mandos policiales catalanes han mostrado una vez más, esta vez con una especial claridad, la naturaleza profunda del Estado español.

Dichas acusaciones deben ponerse en un contexto más amplio: la operación policial del 1 de octubre del año pasado contra el referéndum en Catalunya considerado ilegal, la posterior aplicación del art.155 de la Constitución española (destitución del Govern y disolución del Parlament) y los múltiples procesos penales abiertos contra cientos de personas por aquellos hechos, con las órdenes de encarcelamiento provisional decretadas judicialmente, que en algunos casos duran ya más de un año.

Evidentemente, no sabemos cómo terminarán estos procesos penales. Pero, hoy por hoy, estas actuaciones, que cuentan con aval judicial provisional, nos revelan, con una luz poco habitual, la naturaleza violenta del Estado español (en cuanto aparato y estructura política) y, por tanto, su immoralidad, que en términos cristianos bien podríamos llamar realidad de pecado estructural.

No me propongo valorar aquí las actuaciones políticas de los líderes catalanes objeto de acusación en aquellos procesos penales. Tengo mi opinión personal. Pero cuanto voy a decir, es independiente de ello. Todo lo que afirmo sobre el Estado español me parece evidente aun cuando aquellas actuaciones se considerasen desacertadas o no justificadas e incluso reprobables moralmente.

El Estado español moderno y la mayoría de los grandes Estados (aunque no todos, ni todos en la misma medida o grado) son estructuras de violencia. Han surgido, se han expandido, se han mantenido y defienden su existencia mediante la violencia o la amenaza de la violencia. Violencia policial, penal, militar o guerra sucia. Penas de muerte, encarcelamientos, operaciones militares y actuaciones violentas de servicios secretos, han sido, a lo largo de la historia, el modus operandi fundamental frente a toda resistencia a su expansión o al intento de secesión. Violencia prevista en la ley, violencia con abuso de la ley o violencia fuera y al margen de toda ley. Un conjunto de poderes y aparatos institucionales han sido los impulsores y garantes de una unidad política impuesta por la fuerza y la violencia contra todos aquellas personas o grupos que un momento u otro se han opuesto a aquella unidad o han pretendido disgregarse para constituir una unidad distinta o unirse a otra.

Si contemplamos con mirada histórica la formación y desarrollo del Estado español, todo parece confirmar esta triste constatación. Es cierto que no todo ha sido violencia, ni la violencia es la única fuerza de cohesión, evidentemente. Circunstancias culturales, económicas, geopolíticas y demográficas poderosas han contribuido obviamente a la conformación de ese constructo político que llamamos Estado español. Nadie puede negarlo. Pero la violencia del centro del poder estatal, o de los poderes pro unitaristas, ha sido en muchos momentos la fuerza más decisiva y la que ha permitido mantener la vinculación de diferentes pueblos peninsulares, culturalmente diversos (próximos, pero diversos) bajo un centro de poder único (vinculado fundamentalmente a la cultura de uno de esos grupos).

Desde ese centro de poder se ha edificado una unidad política mediante las instituciones transmisoras de las significaciones sociales (lenguaje, escuela, medios de comunicación, instituciones públicas, infraestructuras…), que han ido construyendo y legitimando una identidad nacional sobre la base de una determinada lengua (castellano) impuesta como superior, unas tradiciones y símbolos, y unos mitos históricos, que ha sido reforzada por importantes movimientos migratorios internos. Esto algo ya muy sabido y descrito y, desde luego muy similar al proceso de construcción de otros Estados nacionales (el francés, sin ir más lejos, es muy similar al respecto).

Las múltiples guerras, golpes de Estado y operaciones policiales y militares o guerra sucia llevadas a cabo por el Reino de España a lo largo de su historia para su expansión o para la defensa de su integridad no permiten más que una visión trágica. El dominio, las agresiones y las matanzas contra los pueblos americanos y los de otros continentes. Las guerras frustradas en Europa para mantener los territorios de la Corona. La guerra frente al intento de secesión de Cataluña (1641-1652), que había proclamado por primera vez su República en 1641. La Guerra de Sucesión (1701-1715), al final de la cual se decretó la abolición de la Corona de Aragón y sus diversos Estados, con todas sus instituciones políticas y parte de su Derecho, y procedió a su anexión formal al Reino de Castilla y sus leyes (Decretos de Nueva Planta, 1716). Los siglos de imposición y homogeneización cultural y lingüística forzosas, sostenidas por la violencia de Estado, practicadas por sus diferentes monarcas autoritarios y dictadores (Primo de Rivera, Franco), o más recientemente (ya en contexto de democracia) el sangriento contraterrorismo, la tortura y las leyes de excepción contra el terrorismo secesionista de ETA, componen un panorama desolador.

El último episodio vivido en Cataluña nos ofrece la prueba más reciente. El uso de la violencia policial, el abuso de las normas constitucionales y la manipulación de las leyes penales y procesales (mediante relatos fácticos distorsionados e interpretaciones que fuerzan burdamente las normas) para apartar, amenazar y encarcelar a los dirigentes responsables del último intento de secesión, pacífico y sin armas (y posiblemente sólo simbólico), muestran la profunda tendencia de ese Estado a defender su unidad apelando a todos sus resortes de poder, incluida la violencia. El poder militar y el derecho penal usados como arma para defender la unidad política como bien jurídico per se.

Una preconcepción alienada, inconsciente e invisible, de la nación española

Detrás de esta naturaleza violenta del Estado español late una atávica y profunda concepción, conformada a lo largo de siglos, de la nación política, trasmitida de generación en generación, que impregna la mentalidad de la mayoría de los ciudadanos españoles, en todos los estratos sociales, hasta el punto de convertirse en presupuesto o preconcepción intelectual invisible que nubla toda mirada y condiciona todas las interpretaciones de la realidad de lo que sucede.

Se trata de una concepción de la nación española como una especie de hecho político incuestionable, como un absoluto, e incluso como un fin en sí mismo, calificada durante décadas como “unidad de destino en lo universal” y hoy como “indisoluble unidad”, “patria común e indivisible” e “indisoluble” (art.2 Const.), o por otros incluso como “bien moral”, cuya defensa justificaría el uso de la violencia. Es decir, la elevación a unidad política necesaria e incuestionable de una determinada realidad social.

En esta preconcepción, el Estado español es visto como un a priori natural, ignorando el azaroso y complejo proceso de su formación a base de innumerables opciones políticas y militares y relaciones de poder. Proceso que ha dado lugar a un determinado Estado y en un determinado territorio que bien pudo incluir territorios diversos de los que actualmente lo conforman (por ejemplo, pudo incluir lo que hoy llamamos hoy Portugal, Gibraltar, Andorra o Perpinán, pero quedaron fuera; o bien pudo dejar fuera lo que llamamos Cataluña o Menorca y quedaron dentro). Sin embargo, todos esos procesos políticos son ignorados y la realidad actual es observada como a priori inevitable y eterno. Un a priori que no necesita de ningún tipo de justificación, la cual sólo es exigida a quienes pretenden y tratan de separarse de aquella unidad. Y, además, una realidad política que puede imponerse por la fuerza incluso a aquellos grupos que la rechazan. A lo máximo, se admite reconocer la pluralidad cultural interna del Estado y reconocer en él distintas nacionalidades (art. 2 Const.), pero entendidas ellas como elementos específicos dentro de un hecho nacional anterior y superior que los engloba.

Aquellos que pretenden separarse de esa unidad política, son calificados con el término de “nacionalistas”, “extremistas”, “radicales” y hoy “rebeldes” a una realidad superior de obediencia supuestamente debida. Son vistos como “desleales”, “egoístas” o “insolidarios”, un “anacronismo”, que tratan de “romper” o “dividir”, mientras que los que defienden la unidad (desde luego “nacional”) como algo indiscutible e inapelable, serían los que están al lado de la verdad, el bien, el orden y el progreso de la historia.

Quienes pretenden estructurarse en una unidad política propia o distinta son vistos como personas cegadas por elementos irracionales, emocionales e identitarios desde luego pre-modernos, mientras que los que defienden aquella determinada unidad como superior e incuestionable sólo serían los realistas que adoptan la única posición razonable que no necesita explicación ni justificación.

En este sentido, toda percepción u opinión (más o menos argumentada) de que la actual unidad política es inconveniente o perjudicial a los intereses o derechos de alguno de sus grupos integrantes y, por tanto, la opción de rechazarla, es considerada como algo irracional, egoísta e inaceptable por principio. Sólo se admite, si acaso (y no sin precio), el intento de modificar las relaciones internas dentro de esa unidad, pero jamás cuestionarla.

Esta unidad política española viene a ser, para muchos (la mayoría) un objeto físico sólido que no se debe “romper” o “destruir” (expresado en diferentes metáforas, como la de “casa común” o “familia”), o incluso un objeto metafísico (una realidad espiritual procedente de las profundidades de la historia), que es lo que es, sin objeción posible, y que abarca naturalmente un determinado territorio y justamente ese territorio. Aquellos que son miembros de ese objeto físico, lo serían necesariamente y por hecho natural, con independencia de su voluntad, como hecho objetivo que no admitiría ni opción ni discusión.

Esta visión, inculcada durante siglos, padece una larga serie de graves confusiones conceptuales que se alimentan entre ellas: confusión entre lo que las cosas son (la realidad política de un momento dado) y lo que las cosas deberían (o no) ser. Confusión entre nación (grupo humano con vínculos culturales y cierta consciencia de grupo) y Estado (unidad jurídico-política que puede incluir naciones diversas). Confusión entre Estado (institución política artificial) y territorio físico. Confusión entre Derecho (normas positivas vigentes sujetas a cambio) y moral (exigencias éticas anteriores y superiores a las leyes vigentes).

La concepción de la nación española y el cúmulo de confusiones que conlleva, bien puede ser descritas como una “alienación”, en el sentido que le da el sociólogo Peter Berger, como aquel proceso por el cual al individuo se le impone la inexorabilidad ficticia (propia de las leyes naturales) al mundo humanamente producido. Así, dice, Berger, las innumerables contingencias de la existencia humana son transformadas en manifestaciones inevitables de la ley universal.

En ese proceso, se suceden las teorizaciones dirigidas a legitimar y justificar ese orden inexorable, de acuerdo con los conceptos sociales en cada momento más fuertes. Así, la última fase de la justificación histórico-política de la unidad estado española se apoya en la idea de democracia. La existencia del actual Estado sería un fruto de la democracia y, por tanto, su defensa una exigencia democrática. Sin embargo, hay que decir que la justificación entra en contradicción con sus propios conceptos de partida, ya que entiende por democracia algo tan pobre y tan erróneo como la imposición de la mayoría. De tal manera que el grupo o grupos demográficamente más grandes de los que se compone aquella unidad política España, al ser mayoría, es decir, al ser numéricamente más, podrían imponerse sobre aquellos grupos que son numéricamente menos, mediante el peso del voto personal y su traducción en legisladores, aun cuando los que son menos fuesen mayoría en un determinado territorio y mantuvieren vínculos culturales, lingüísticos y comunitarios propios, anteriores a la formación de aquella unidad-Estado y experimentados como superiores a los vínculos con el resto de la población de aquel Estado. En efecto, los que son menos, están sometidos a la voluntad de los que son más para determinar incluso si existen como grupo propio, y si tienen derecho o no constituir su Estado propio. Esto es justamente lo que supone la exigencia de respeto a la Constitución vigente y la necesidad previa de reformarla para poder separarse del Estado, ya que esa reforma sólo es posible a condición de que los que se niegan a la separación dejen de hacerlo, pues en otro caso, la reforma constitucional es imposible.

En otra modalidad de este tipo de argumentos defensores de la unidad política actual se encuentra la idea de que se trataría de un pacto que no puede ser roto. Sin embargo, no consta ni dónde, ni entre quienes, ni cuándo se celebró el pacto que dio origen al actual Estado, cuyos defensores presuponen que fue un pacto libre y entre iguales y supuestamente irrevocable o eterno, generación tras generación, incluso a pesar de que una de las partes incumpliera completamente las obligaciones pactadas. La Constitución española de 1978 no es desde luego ese supuesto pacto. Su elaboración tuvo siempre como presupuesto indiscutible no negociable (bajo amenaza militar) la unidad política previa y en su negociación no dio voz ni reconoció como parte negociadora a ninguna región o nacionalidad de las que luego reconoció en su art.2, ni evidentemente ofreció ni discutió jamás ninguna otra opción que la unidad política española exactamente tal y como se encontraba constituida en ese momento histórico. Lo que en todo caso se pactó, pues, fue el régimen jurídico y político de la unidad política existente, pero en ningún caso dicha unidad.

De esta manera, la apelación a la democracia (y su orden constitucional derivado, supuestamente pactado libre e irrevocablemente) otorgaría el último argumento para imponer la unidad política de forma coactiva mediante el derecho penal y otros resortes jurídicos, imposición que ni siquiera es vista como tal, sino como justa defensa del orden incuestionable, natural o pactado, y que lleva a una interpretación completamente distorsionada de lo sucedido en Cataluña en los últimos años, sin comprender (o sin querer comprender) absolutamente nada.

La verdadera democracia abarca a la decisión sobre la existencia misma del Estado y sus integrantes.

En realidad, hoy en día, aquella visión de la unidad política y de la democracia no se sostienen. Un Estado democrático es precisamente aquel en el cual, no sólo sus políticas o sus leyes o su forma de gobierno son decididas sobre la base de la voluntad de sus ciudadanos, sino también (y con más razón) su misma existencia. Y donde las decisiones, se toman no simplemente imponiendo la voluntad de las mayorías, sino respetando los derechos humanos individuales y colectivos de las personas y grupos afectados.

En definitiva, el Estado democrático es aquel cuya existencia no se decide por la inercia histórica, ni por la imposición de los más sobre los menos, sino que es fruto del diálogo y la negociación en igualdad de condiciones que llevan a un pacto libre y explícito de personas y grupos. Sobretodo cuando incluye grupos con vínculos culturales históricos o una importante conciencia colectiva que reclama ser reconocida. Y ese pacto sólo puede persistir mientras todos respeten sus obligaciones y mientras se mantenga el consentimiento de las partes, un consentimiento que puede variar si se alteran las posiciones de aquellas o bien cambian las circunstancias esenciales que lo propiciaron (como bien sabían los sabios juristas romanos que formularon la famosa cláusula de disolución contractual “rebus sic stantibus”).

Podrá discutirse la forma de proceder a la revisión del pacto y los criterios para determinar, tratándose de grandes grupos humanos, cuáles son las partes y cuál es su voluntad. Pero cualquier pacto político no es jamás un hecho cerrado para siempre. Y es que todo poder político, su esencia, su existencia, su alcance y su justificación, deriva de las personas afectadas y nunca al revés.

La preconcepción inconsciente (alienada) de la unidad política de España como algo natural e irrevocable es tan potente que ciega la mirada a los más inteligentes y cultos (sean filósofos, científicos u obispos), que son incapaces de ver que los Estados y las unidades políticas son constructos humanos artificiales, de valor relativo, mutable y continuamente mutante, que existen al servicio del bienestar de las personas y grupos humanos y sus derechos, único fin que justifica su existencia, y no al servicio de los poderes fácticos, statu quo o intereses constituidos. No son por ellos mismas “bienes morales” si son impuestos coactivamente contra la voluntad de una parte de los afectados o si éstos resultan perjudicados.

La unidad, entendida como garante de un conjunto de vínculos económicos, culturales, afectivos entre las personas y grupos, es un bien si beneficia a todos sus integrantes, si no excluye o dificulta otros vínculos posibles (hacia dentro o hacia fuera de los grupos integrantes) y, sobretodo, si es aceptada y experimentada como satisfactoria. La unidad política estatal puede favorecer aquellos vínculos, pero no es imprescindible para su existencia, que puede preservarse (e incluso potenciarse) mediante otras relaciones políticas distintas de la unidad-Estado, que no es por ella misma un bien jurídico ni moral autorreferencial que sea necesario sostener a cualquier precio, ni puede ser entendida como “indivisible e indisoluble”. De hecho, hoy existen otras formas y relaciones políticas diferentes del Estado compartido de soberanía única que permiten promover la cooperación en múltiples ámbitos entre pueblos distintos.

Por tanto, esas construcciones jurídico-políticas llamadas Estado sólo deberían conformarse y mantenerse sobre la base de la voluntad de las personas y grupos afectados, alcanzando equilibrios permanentemente revisables para adaptarlos a las nuevas circunstancias, sobre la base de relaciones equitativas, desde el respeto a los derechos individuales y colectivos y las identidades de todos los integrantes, como también de los afectados por cualquier cambio. De hecho, esta adaptación constante es cada vez más necesaria ante la creciente heterogeneidad y complejidad de las poblaciones, los cambios sociales acelerados y el proceso de globalización. Se trata de un reto nada sencillo, pero es imprescindible ir en esa dirección. Existen procedimientos y experiencias históricas que han permitido mutaciones de la unidad Estado de forma pacífica y razonable, de las cuáles hay mucho que aprender. Desde luego, lo deseable sería que el Derecho internacional fuera capaz de regular esta cuestión para garantizar los derechos de todos y la seguridad jurídica bajo autoridades imparciales.

Por tanto, nada más inmoral que imponer una unidad política mediante la violencia contra la voluntad de comunidades culturales que la rechazan y mucho menos pretendiendo justificar su imposición al amparo de valores como la solidaridad, la democracia, la ley o la paz social, precisamente y gravemente traicionados por la imposición violenta.

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